domingo, 15 de marzo de 2009

GUINEA


El encuentro



Conocí a Blanca Idoia una calurosa noche de Agosto. Éramos dos extraños en el bar de un marchito hotel que había visto tiempos mejores; yo estaba de paso y ella había ido a tomarse una copa mientras en un arrinconado tocadiscos Julie London susurraba Cry me a river con la melancolía agarrada a la garganta. Me acerqué a la barra y la invité a otro de lo que estuviera tomando, pero apenas me dedicó una inclinación de cabeza sin llegar a girarse y siguió con la mirada perdida en las botellas de las estanterías. Observando su reflejo con disimulo en el espejo que ambos teníamos enfrente descubrí que se trataba una mujer joven y atractiva, de pelo rubio cortado a la altura de los hombros y unos ojos castaños que emanaban un dolor extraño y lejano que parecía buscar algo más allá de las paredes de aquel bar. Estábamos sentados en sendos taburetes a escasamente dos palmos el uno del otro, pero en realidad ella deambulaba muy lejos en el tiempo y la memoria, y yo era como un naufrago viéndola alejarse como a una vela sobre el horizonte.
Resignado, apuré mi cerveza ante la mirada compasiva del camarero, dejé un par de billetes sobre la barra y en silencio, me levanté de mi asiento.
- Gracias por la copa –murmuró entonces, con voz cansada.
Sorprendido, me volteé y vi sus ojos en el espejo clavados en mí.
- De nada –repuse ofreciéndole la mano- Me llamo Fernando.
Ella giró en su taburete, y tras estudiarme por unos segundos con el mismo hastío que parecía impregnar cada una de sus acciones estrechó mi mano con indiferencia.
- Yo soy Blanca –se presentó, y como si de un ritual a completar se tratara me preguntó de dónde era.
- De Barcelona -contesté
- ¿Y qué te trae por aquí?
- Yo iba a hacerte la misma pregunta.
Guardó silencio parpadeando un par de veces, amagando con dejar ahí la conversación
- Soy escritor... –claudiqué, temiendo que me diera la espalda de nuevo-. He venido a buscar ideas para una nueva novela.
- ¿Escritor? –repitió con súbito interés
- Pues... sí.
- Un novelista... en busca de su novela –masculló girándose de nuevo hacia la barra, esbozando una sonrisa amarga mientras se llevaba el vaso a la boca- ¿Te gustaría escuchar una buena historia ...una historia auténtica, para tu libro?
- Claro –afirmé sinceramente, acomodando el codo en la barra.
- Pues escúchame con atención –dijo, acercando mucho su rostro al mío y bajando la voz-, porque te voy a contar algo que sucedió no hace mucho en el corazón de África. Una increíble odisea de valor, amor, odio, de... –se quedó en silencio, de nuevo con la mirada perdida y la inacabada frase suspendida en el limbo de las palabras que se resisten a ser compartidas-. Una historia real –concluyó tomándome la mano-, que a veces parece dejar de serlo. Voy a contarte mi historia.
Y ella me contó su historia. La más extraordinaria que he oído jamás.

Yo me he limitado a transcribirla palabra por palabra, tal y como ella me la narró. Tan solo he sido el simple e hipnotizado taquígrafo de este increíble relato. Un eslabón, del mismo modo que usted, cuando llegue a la última página de este libro, puede que se convierta en otro eslabón de esa misma cadena.
Un paso adelante por un incierto camino, que sólo el tiempo revelará dónde nos acaba llevando.





Capítulo 1



-¡Doña Margarita! ¡Ya estoy de vuelta! –exclamé, abriendo la puerta de madera pintada azul cielo.
-¿Doña Margarita? –inquirí, al no escuchar la acostumbrada bienvenida.
Dejé mi pequeña mochila en el suelo asomándome a la cocina, confiada en encontrarla como cada día enfrascada en sus guisos y fritangas de pescado.
- ¿Doña Margarita? –pregunté de nuevo, algo más intrigada al no encontrarla allí por primera vez en casi dos meses- ¿Dónde está?
Me asomé al retrete, apartado unos metros de la casa y decorado como siempre con la peluda tarántula instalada en la blanca pared a la que familiarmente había bautizado como Matilde. Luego miré en el pequeño huerto de la parte de atrás y regresé a la casa, entrando en la única estancia en la que no había mirado.
Y allí estaba, en penumbras, desmadejada sobre la cama, con su viejo camisón de dormir pegado al cuerpo por el sudor que también se extendía como una mancha por las sábanas.
Alarmada, abrí la ventana y miles de gotitas de sudor que perlaban su piel oscura reflejaron la luz de la tarde, y los ojos de la mujer se entreabrieron en un esfuerzo sobrehumano para un cuerpo tan delgado y cansado de demasiados años difíciles.
- Blanca... –apenas logró articular
- Sí, doña Margarita. Aquí estoy –repuse tomándole la mano, tratando de mantener la calma- ¿...Qué le sucede?
La anciana trató de esbozar una sonrisa, pero el dolor le impidió terminar el gesto.
- Me muero... –gimoteó.
- ¡De ningún modo! ¡No diga eso! –protesté sin pensar- Enseguida la subo al jeep y la llevo al hospital de Malabo –le puse la mano en la frente para comprobar la temperatura, y tuve que morderme el labio para no componer una mueca de horror al advertir que estaba ardiendo de fiebre.
- Está sufriendo un ataque de malaria. Le bajaré la temperatura en la ducha y luego nos vamos corriendo al hospital.
La tomé en brazos, sorprendiéndome lo ligera que resultaba. Era como cargar una niña. Siempre la había visto muy flaca, pero al percibir bajo su camisón el tacto de su columna y sus costillas sobresaliendo de la piel, fui consciente de lo enfermizo de su delgadez.
- No se preocupe doña Margarita, se va a poner bien –me decía a mi misma más que a ella, mientras la señora se dejaba llevar como un pajarillo agonizante.
La metí en la ducha, y estúpidamente giré la llave del agua. Hacía décadas que ya no había agua corriente en el país, y menos allí, en un pequeño pueblo de pescadores. Dejé a la señora sentada en el suelo de la ducha, casi incapaz de mantenerse erguida apoyándose en la pared, mientras me acercaba al enorme bidón de plástico azul donde almacenábamos el agua y, tomando un pequeño barreño del suelo lo llené y empecé a dejársela caer delicadamente sobre la cabeza y el cuerpo, en un intento que intuía inútil por hacerle descender la fiebre algún grado.
La pobre mujer emitía débiles quejidos, pero era incapaz de articular palabra alguna o realizar el menor movimiento, dejándose hacer, quizá consciente de que su vida ya no se hallaba en sus manos.
No sabría decir cuanto tiempo estuvimos así. Ella derrumbada en el suelo de la ducha, y yo tratando de refrescarla desesperadamente bajo la tenue luz de un quinqué, colgado de una también inútil lámpara de pared; pues hacía mucho que allí tampoco llegaba la luz eléctrica. Finalmente, viendo que no conseguía nada con aquel patético barreño de agua tibia decidí llevarla, poniéndole tan sólo una bata encima, al hospital de Malabo, a un par de horas de distancia por una infame carretera.
La cargué como pude en el asiento trasero del Defender blanco con la pegatina azul de UNICEF y apreté el acelerador, sabedora de que cada minuto que perdiera en la carretera podía ser vital para la supervivencia de la pobre mujer que agonizaba en el asiento de atrás. Tomé la carretera que parte desde Luba bordeando la costa oeste de la isla, mientras el sol se hundía en las aguas del Golfo de Guinea y a lo lejos se comenzaba a intuir el resplandor de las innumerables plataformas petrolíferas que habían brotado del mar en los últimos años, como sucias velas de un cumpleaños que nadie puede celebrar.
La carretera era extremadamente solitaria, y las luces del vehículo se hacían cada vez más imprescindibles para seguir la sinuosa carretera o esquivar algún animal que hubiera decidido dormitar en medio de la misma. Los neumáticos del todoterreno chirriaban en las curvas asfaltadas, y en las que no, derrapaba peligrosamente, estando a punto un par de veces de salirme de la carretera. Y la anciana hacía rato que había dejado de lamentarse, lo que no sabía si era una buena señal.
De pronto, vi la luz de una linterna a un lado de la carretera apuntándome directamente, y los faros del auto descubrieron un tronco cruzado en mitad de la calzada. Rápidamente intuí que era un asalto, un control militar, o ambas cosas al mismo tiempo, que suele ser lo habitual.
Frené el vehículo junto a la luz que no dejaba de deslumbrarme, consciente que ni con el todo terreno habría sido capaz de salvar el obstáculo del tronco.
- ¡Déjenme pasar! –grité desde la ventanilla- ¡Llevo a una señora muy enferma!
La persona que manejaba la linterna no contestó, se limitó a enfocar al interior del vehículo, donde doña Margarita temblaba encogida en el asiento.
- Documentación –dijo una voz autoritaria sin identificarse, pero que intuí como la de un militar o un policía.
- ¡Por favor! –insistí- ¡No hay tiempo para eso!¿No ve que la señora se está muriendo?
- Documentación –repitió la voz, esta vez en un tono más apremiante.
- ¡Joder! ¡Me cago en la puta! ¡Aquí tiene mi jodida documentación! –y al realizar el gesto maquinal de ir a abrir la mochila que siempre dejaba en el asiento de al lado, descubrí con un vuelco al corazón que ésta aún debía estar junto a la entrada de la casa, donde la había dejado al llegar.
Miré hacia la luz, y consciente de la vida que estaba en mis manos decidí rebajar mi tono y tratar de salir de allí lo antes posible.
- Discúlpeme, al salir corriendo para ir al hospital he debido dejarme el pasaporte y los permisos en casa. No los tengo aquí.
- Bájese del vehículo –fue la áspera respuesta que obtuve.
- Vamos a ver... –murmuré, sin abrir aún la puerta del coche, tratando de solucionar aquella situación como fuera- Sé que debería llevar toda la documentación conmigo, y les pido disculpas por mi error, pero he de llegar al hospital de Malabo urgentemente, si no, esta señora morirá. Si quiere puedo dejarle mi reloj en garantía de que luego regresaré y le traeré todo lo que me pida; es un buen reloj de más de cien euros –dije al tiempo que me lo quitaba de la muñeca y se lo alargaba a través de la ventanilla.
Una mano me lo arrancó bruscamente de entre los dedos y lo enfocó con la linterna, revelando el extremo de una manga de color verde militar. Y de nuevo, la luz me volvió a enfocar directamente a los ojos.
- ¿Española? –preguntó la voz, casi como si fuera un insulto.
- Sí, española. Trabajo para la UNICEF realizando un estudio de campo sobre...
- Ya... –me interrumpió- española... ¿Y a dónde ha dicho que se dirige?
- ¡Al hospital de Malabo! ¡Ya se lo he dicho antes! –repuse sin poder contener la impaciencia.
El hombre de la linterna enfocó otra vez al asiento de atrás, luego al maletero, a las siglas del costado del jeep, y de nuevo a mis ojos.
- Está bien –dijo con un tono en el que intuí un deje de burla- Bájese del vehículo.
- Pero... –repliqué confusa- el reloj...
- Lo guardaremos como prueba –contestó sin disimular una risotada- Ahora baje del auto o la bajaré yo mismo.
- ¿Pero de que me acusa? ¿Por qué? ¿No ve que la señora necesita ayuda urgente?
En ese momento la puerta del vehículo se abrió violentamente, y un par de fuertes manos me arrancaron de mi asiento agarrándome del brazo y el pelo, lanzándome al suelo sin ningún miramiento.
Me golpeé con la puerta, y notaba como un hilillo de sangre caliente brotaba de mi frente mientras, tirada en el pavimento, no podía creer lo que estaba pasando.
- ¡Escúchenme! –alegué desesperada- ¡No saben ustedes lo que están haciendo! ¡Soy una representante de la UNICEF y ciudadana española! ¡Si me lastiman o me retienen ilegalmente, sus superiores les cortarán los huevos! ¡Entienden lo que les digo!
No sé si lo entendieron, pero la respuesta llegó en forma de carcajadas por parte de varios hombres que no se hallaban a la vista, e inesperadamente, surgida de la nada, una bota militar apareció desde las sombras golpeándome brutalmente en un costado de la cabeza. Y perdí el conocimiento.

lunes, 9 de marzo de 2009

La última cripta. Capítulo 1




Acababa de sacar la cabeza del agua, aún con el regulador en la boca, cuando oí a Jack gritándome al tiempo que se inclinaba sobre la proa del yate, agarrando con ambas manos el cabo del ancla.
- ¡Ulises! El ancla se ha enganchado otra vez. Baja un momento y suéltala, por favor.
Hice el gesto del okay con la mano derecha, mientras con la izquierda accionaba el purgador de aire del chaleco, y lentamente, volvía a sumergirme en las cálidas aguas de las que acababa de emerger.
Maldita sea –pensé mientras descendía–, esto no puede ser bueno. Cinco minutos haciendo una descompresión como Dios manda, y ahora, tengo que bajar de nuevo y subir a toda prisa por el puñetero ancla. Nunca he visto un ancla que se enganche tanto en mi vida, y cada día lo mismo. Hablaré con Jack: o el ancla o yo. No hay sitio suficiente para los dos en este barco.
Miré a mi alrededor hasta localizar el cabo, una tensa línea blanca que unía la oscura sombra del Martini´s Law con el arrecife, nueve metros mas abajo. Incliné el cuerpo hacia el fondo, y me impulsé con fuerza hacia el punto donde se adivinaba el final de la soga, deseoso de acabar cuanto antes.
Al cabo de un momento ya me encontraba junto al ancla, sobre una enorme masa de coral vivo que aún bajo la mortecina luz de una tarde tropical, filtrada por millones de litros de agua, aparecía en todo su esplendor con sus estructuras de pólipos de radiantes rojos, amarillos, blancos y morados de formas impensables. Sobre, bajo, y alrededor de él, infinidad de pequeños peces de un azul eléctrico único en la naturaleza, formando una nerviosa nube, nadaban rápida y desordenadamente sin sentirse intimidados por otros mucho mayores; como el pez cirujano, el pez loro, el pez trompeta, o ni tan solo por una enorme barracuda solitaria, que vagaba por el arrecife como lo haría un vaquero por su rancho viendo engordar al ganado y que, curiosa, como todas las de su especie, me observaba de perfil como quien no quiere la cosa.
Una erupción de burbujas resultado de una blasfemia, ascendió desde mi boquilla cuando comprobé que uno de los tres brazos del dichoso ancla, había atravesado inexplicablemente un pedazo de coral. Tiré con fuerza, pero entre las algas y la arena que estaba levantando, no veía con claridad por qué demonios no podía sacar algo que había entrado solo.
Me detuve un momento para comprobar la provisión de aire que me quedaba, tras cuarenta y cinco minutos guiando a los clientes y esta nueva inmersión: unas sesenta atmósferas. Calculé que a esa profundidad tendría unos tres minutos antes de llegar al límite de presión, a partir del cual, tendría que ir empezando a pensar en regresar a la superficie.
Impaciente, saqué el cuchillo de la funda de la pantorrilla, dispuesto a trocear el arrecife entero si resultaba necesario. Lo intenté clavar en la parte del coral que rodeaba el brazo del ancla, y me sorprendí de la dureza del mismo, así como, al verlo más de cerca, de su extraña forma. Parecía un anillo de coral con un agujero en medio de unos pocos centímetros de diámetro, por donde justamente, había ido a introducirse el brazo del ancla. Era algo que nunca antes había visto, y lamentaba tener que destruirlo para liberar esa estúpida ancla que tanto odiaba; pero no me quedaba más remedio, así que comencé a golpear el coral una y otra vez con toda la fuerza que era capaz de hacer bajo el agua.
¿Pero que diablos...? Me pregunté sobresaltado, al rebotarme el cuchillo con una aguda vibración.
Donde antes había coral, ahora aparecía una capa de sustancia verde y dura, constatando que, lo que había golpeado, era coral tan sólo en su superficie. El ancla se había enganchado en una argolla de hierro oxidado, recubierta por una rugosa capa de coral vivo.
Tardé unos segundos en asimilar lo que estaba viendo. Pero no me cupo duda, de que me encontraba ante una pieza construida por la mano del hombre, que a juzgar por la gruesa envoltura de coral que lo cubría, llevaba ahí abajo mucho tiempo. A lo mejor incluso –pensé-, resulta ser algo valioso.
Y súbitamente, caí en la cuenta de que me hallaba a nueve metros de profundidad, que el oxígeno se me acababa, y que el ancla aún se aferraba tozudamente al arrecife. Comprobé de nuevo la provisión de aire, esbozando una mueca al descubrir la aguja del manómetro señalando los números rojos. Tenía que hacer algo, y deprisa.
Si subía a la superficie sin haber soltado el ancla, me ganaría una bronca de Jack y seguidamente bajaría éste en persona, descubriendo, además, la misteriosa argolla de hierro. Pero, aunque con gran esfuerzo consiguiera liberarla, supondría tener que volver otro día a investigar, viéndome obligado a explicar lo que me traía entre manos para que mi jefe me trajera en el barco.
Miré la argolla, el ancla, el cabo, y finalmente, el cuchillo que llevaba en la mano derecha. Y una sonrisa maliciosa se me escapó bajo la máscara de buceo.


- Lo siento Jack, pero no he tenido otro remedio. Se me acababa el aire -explicaba, ya en cubierta, con un mal disimulado regocijo y el extremo serrado del cabo en una mano–. Pero no te preocupes, mañana mismo venimos un momento y yo mismo bajaré a buscarla, sé muy bien donde está.
- Si... ya sé lo mucho que querías a ese ancla. –repuso Jack con los brazos en jarra, intentando aceptar aún, que su ancla de mil dólares no estuviera con él en cubierta- Ya sé.



Apenas amaneció el día siguiente, ya esperaba ansioso en la cubierta del yate, en el embarcadero de Utila, indiferente a la fresca brisa del amanecer de esta isla caribeña del norte de Honduras. Oculto entre el equipo, había traído una bolsa con un martillo y una escarpa, que me apresuré a disimular bajo una toalla, junto a las botellas, y al llegar un soñoliento Jack encadenando bostezos apenas cruzamos una par de gruñidos como saludo y partimos inmediatamente.
Dejando tácitamente de lado todas las normas de seguridad en el buceo, me sumergí solo, en busca del ancla que el día anterior dejé abandonada en el arrecife, mientras mi jefe intentaba recuperar el sueño perdido en la borrachera de la noche anterior. No me costó ningún esfuerzo dar con ella, y sin perder tiempo, comencé a asestar golpes de escarpa al arrecife; luchando por descubrir lo que el coral escondía bajo su rugosa superficie. El esfuerzo resultaba considerable, pero tras liberar el ancla, comenzó a adivinarse que la anilla era parte de una pieza esférica de unos veinte centímetros de diámetro, que se prolongaba y ensanchaba a medida que rompía el coral que lo rodeaba. Poco a poco, fue tomando forma, hasta que tras un golpe seco la pieza se desprendió y quedó al descubierto. Para mi sorpresa, el artefacto en cuestión, de unos treinta centímetros de altura por algo menos de anchura, tenia la forma de una pequeña campana.
Con los mismos nervios que aquella vez que con doce años robé una chocolatina en un supermercado, escondí la pieza en una bolsa de tela que había traído en un bolsillo y ascendí con ella hasta el barco, hinchando bastante el chaleco de flotabilidad para compensar su sorprendente peso y, tras asegurarme que Jack no se encontraba a la vista en cubierta, até la bolsa bajo el agua a la escala de popa y volví a sumergirme. Ésta vez sí, me encargué del ancla, enganchándola a un globo de recuperación que llené de aire y que salió instantáneamente disparado hacia la apacible superficie, donde irrumpió súbitamente como una enorme medusa roja con problemas de aerofagia.
Yo emergí un minuto más tarde junto a la proa del barco, gritando a pleno pulmón, consciente de la resaca de mi jefe.
- ¡Vamos Jack! ¡Échame una mano!. ¡Joder, que es tu ancla!.
- No grites, que ya te oigo –rezongó, entrecerrando sus enrojecidos ojos mientras se asomaba por la borda.
Arrastré el globo hasta la escalerilla, y ayudé a Jack a subirlo junto con el ancla, pero incordiándolo tanto que, entre mis exclamaciones y su resaca, no habría visto la negra bolsa de tela atada a su barco aunque hubiera ocultado un piano.
En cuanto subí a bordo, arrancó motores y puso rumbo al embarcadero a toda velocidad, y yo aproveché para recobrar mi pequeño tesoro y esconderlo en el compartimiento de herramientas.
Recibía en el rostro el cálido aire con regusto a salitre, sentado a proa, feliz por haberme hecho con la pieza sin despertar sospechas, satisfecho con mi maquiavélica maniobra; pues fui yo el instigador de la soberbia borrachera de la noche anterior, consciente del estado en que amanecería el fornido californiano que me contrató seis meses atrás.
A medida que nos acercábamos a la isla, aparecían entre los altos cocoteros, los tejados herrumbrosos de las casas de madera pintadas de colores pastel que tanto me gustaban; muchas de las cuales, exhibían la bandera roja con franja blanca que los acreditaba como centros de buceo, pues estos se habían convertido en la principal actividad económica de esta pequeña isla de pescadores garífunas. Diez años atrás, cuando vine por primera vez, en Utila tan sólo existían dos de estos centros, amén de una calle, un bar, una cafetería, una rudimentaria discoteca y un solo automóvil que no tenía muchos sitios a donde ir. Hoy, sin embargo, tras correrse la voz de que el mayor arrecife coralino del hemisferio rodeaba la isla, miles de buceadores de todo el mundo venían cada año a zambullirse en sus aguas y, a pesar de que ello me permitía trabajar como instructor de submarinismo en un enclave paradisíaco, interiormente, añoraba la simplicidad perdida, en beneficio de una discutible prosperidad.
Comencé a bajar mi equipo del yate nada más atracar, y en cuanto me quedé sólo en el muelle, saqué la bolsa de tela de su escondite y aparentando despreocupación, la cargué al hombro hasta el bungalow donde me alojaba. Una vez allí, saqué la pieza de la funda y pude observarla por primera vez a la luz del día.
Las escasas porciones de metal que aparecían a la vista exhibían un sorprendente tono verdoso, y el resto era una capa de coral blanquecino adherido a su superficie que, aunque desfiguraba la silueta del misterioso objeto, no dejaba lugar a dudas de que se trataba de algún tipo de campana. El porqué la había encontrado incrustada en un arrecife de coral en pleno Caribe, resultaba en ese momento un desconcertante enigma.



Seis meses quizá no parezca mucho tiempo, pero yo no solía durar tanto trabajando en un mismo sitio. Llevaba ya varios años rodando de aquí para allá, ejerciendo como instructor de submarinismo la mayoría de las veces, pero sin hacerle ascos a nada en caso de necesidad. A una edad en que la mayoría ya tiene casa, coche, esposa y un par de mocosos; yo aún no me había establecido. Me había aficionado a viajar desde muy joven, y desde entonces, me había sido imposible concebir una vida diferente a la que llevaba en ese momento. No puedo negar que en ocasiones me asaltaban las dudas y me planteaba seriamente si tenía sentido lo que estaba haciendo; pero entonces, me acercaba a la playa, de la que nunca estaba lejos, y aspiraba profundamente el olor a mar, escuchando el suave batir de las olas y contemplando las hojas amarillentas de los cocoteros reflejar la deslumbrante luz del sol de los trópicos. La escena se repetía en diferentes lugares: Caribe, Mar Rojo, Zanzíbar o Tailandia, pero siempre llegaba a la misma conclusión. No cambiaría esta vida plena de belleza y emociones, ni por todas las casas con jardín y perro del mundo.

Utila ya se me estaba quedando pequeña y hacía días que andaba barruntando un cambio de aires, aprovechando que la temporada fuerte de buceo se acercaba a su fin, y no perjudicaría demasiado a Jack si lo dejaba sin uno de sus instructores. Por ello, no me costó mucho decidirme a tomar unas vacaciones en mi Barcelona natal, donde aprovecharía para visitar a los amigos, la familia, y de paso, averiguar algo más sobre mi intrigante descubrimiento.
Empaqué mis escasas pertenencias en la mochila, envolviendo con cuidado la pesada campana, consciente de que me vería obligado a pagar a la compañía aérea por exceso de peso y de que, si me pescaban en aduanas con una reliquia arqueológica, me podía pasar una buena temporada disfrutando de la célebre hospitalidad de las cárceles hondureñas. Pero aún bajo ese riesgo, mi determinación era firme y no me iba a echar atrás.
Lo que no podía llegar a imaginar en ese momento, mientras disimulaba la pieza entre mi equipo de buceo, eran todas las aventuras y peligros a los que me iba a abocar esa decisión.

domingo, 8 de marzo de 2009

La carta, en video

Aunque tengo que puntualizar que, en contra de lo que aparece en el video yo nunca he dicho que Obiang fuera del Opus, ni que estudiara en la Universidad de Navarra. Lo cierto, es que dudo mucho que esa información sea correcta.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Demonios en el paraíso

Para inagurar este blog, creo que nada mejor que la carta que redacté hace ya meses, y de la que se han hecho eco miles de personas de las más dispares ideologias, razas o religiones en todo el mundo.
La intención de esta carta era señalar la situación que actualmente se vive en Guinea Ecuatorial a todos aquellos que desconocían incluso que este pais existe (entre los cuales yo me incluía hace solo unos años), y crear una conciencia global sobre la crueldad e injusticia que allí se comete por parte de un gobierno criminal, con la certeza de que el primer paso para solucionar un problema, es saber que existe.
A todos los hombres y mujeres que han hecho esto posible, divulgando al carta por correo electrónico o publicándola en blogs y páginas web, mi más profundo reconocimiento y gratitud.
Gracias a todos.
Demonios en el paraíso

Para que los que no me conozcan, me llamo Fernando Gamboa, y hace unos meses terminé una novela de aventuras titulada GUINEA, que en este mes de Octubre saldrá a la venta publicada por Ediciones El Andén.
El motivo de este mail, es mi deseo de compartir con la mayor cantidad de personas posibles, y no sólo con las que adquieran la novela, todo aquello que he averiguado en los meses de investigación previos a la redacción del libro. Aquello que he descubierto debería hacernos reflexionar
Lo que a continuación detallo, aunque pueda parecer exagerado o tendencioso (cuando no simplemente increíble), es rigurosamente cierto y puede ser contrastado por las fuentes que cito.
A muy pocos les debe sonar un pequeño país llamado Guinea Ecuatorial; aún menos sabrían dónde situarlo en un mapa de África; y serán contados los que recuerden que, hasta hace exactamente cuarenta años, los ecuatoguineanos eran tan ciudadanos españoles como un alicantino o un gaditano lo es actualmente. Pues sí, aunque parezca inverosímil, hasta hace tan solo cuarenta años Guinea Ecuatorial era una provincia de España enclavada en la costa Africana del Golfo de Guinea; “La perla de África” la llamaban, por ostentar entonces la renta per cápita más alta de todo el continente.
Hoy, cuatro decenios después de su apresurada independencia, bajo el yugo dictatorial de la familia Obiang Nguema y con el beneplácito de las grandes potencias, cuyas empresas explotan sus campos de petróleo y expolian sus reservas madereras, Guinea Ecuatorial se ha convertido uno de los países más subdesarrollados y corruptos del mundo; y el pueblo ecuatoguineano, en uno de los más aterrorizados a manos de su propio gobierno.
El actual presidente de Guinea Ecuatorial Teodoro Obiang Nguema, quien lleva 29 largos años en el poder tras ejecutar al anterior presidente (su propio tío), ha saqueado, robado y asesinado sistemáticamente hasta extremos inconcebibles, amasando una fortuna que lo convierte en uno de los hombres más ricos del planeta, en uno de los países más pobres de África. Aunque para ser exactos, no puede decirse que el país en sí sea pobre, pues alberga una de las mayores reservas petrolíferas del continente, cuyos beneficios de explotación reportan al régimen guineano miles de millones de euros. Lo que sucede, es que la familia Obiang se queda con ABSOLUTAMENTE TODO lo que pagan gobiernos y petroleras extranjeras (norteamericanas y chinas, sobre todo) por los derechos de extracción. Pero aunque parezca mentira, la familia Obiang no se limita sólo a quedarse con esa ingente cantidad de dinero, sino que además se dedican a robar propiedades privadas (se han apoderado aproximadamente la mitad de los terrenos edificables del país, y no han pagado un céntimo por ellos), salarios (muchos trabajadores han de pagar a la familia del presidente gran parte de lo que ganan) o negocios de los guineanos no afines al gobierno o a la familia Obiang (que al fin y al cabo es lo mismo), cuya ignominia llega al punto de despojar impune y caprichosamente a sus empobrecidos compatriotas de cualquier bien que posean sin justificación alguna.
Teodoro Obiang y su clan gobiernan Guinea Ecuatorial como lo haría un esclavista con su hacienda. Para ellos, los ciudadanos guineanos son meros vasallos a su disposición, y el país una finca privada que saquear sin tener que dar cuentas a nadie.
A pesar del río de dinero que fluye desde este desdichado rincón de África, sus habitantes no disponen de servicios sanitarios, educación, seguridad o justicia. Por ejemplo, ante cualquier emergencia médica el Hospital de Malabo es la única opción de asistencia, pero eso sí, bajo ciertas condiciones, como: pagar la estancia y el tratamiento por adelantado, y además, llevar todo lo necesario para dicha estancia y tratamiento (y con todo, me refiero a TODO: desde las jeringas o medicamentos necesarios, al colchón, las sábanas o la comida). Sin ir más lejos, cuando hace unos años estuve en Guinea, para realizarle a mi pareja un análisis de sangre el método de extracción consistió en hacerle un corte en la mano con un trozo de cristal.
Pero, por demencial que resulte, esto es sólo el principio, y ni mucho menos la peor parte.
Lo que convierte a Teodoro Obiang (conocido como “El Jefe”) y sus acólitos no sólo en ladrones, si no en peligrosos criminales, es la política de detenciones arbitrarias, encarcelamientos injustificados, torturas y asesinatos cometidos contra sus propios ciudadanos. Se calcula que durante su mandato, el actual gobierno guineano ha exterminado a nada menos que el 10% de la población del país, y una cantidad indeterminada ha desaparecido o se encuentra encarcelada ilegalmente y sin juicio previo.
Según el último informe de Amnistía Internacional, los detenidos por la policía y el ejército son torturados sistemáticamente con métodos tan brutales como mutilaciones, rotura de huesos, violaciones múltiples, descargas eléctricas en los genitales o clavar tenedores en la vagina de las detenidas.
Y para quien guste de datos e imparciales estadísticas, ahí van unas cuantas.
- Guinea Ecuatorial produce 400.000 barriles diarios de petróleo
- Exporta casi 1.000.000 de metros cúbicos de madera tropical al año.
- Su Renta per Cápita la sitúa en el número 38 del ranking mundial (por encima de Kuwait o Arabia Saudita)
- En cambio, en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU ocupa el puesto 121.
- El 151 sobre 163 en corrupción, según Transparency International
- La esperanza de vida es de sólo 43,3 años, según Amnistía Internacional.
- La élite gobernante posee alrededor del 98% de la renta nacional
- El 80% de la población vive con menos de 20 euros al mes.
- El gobierno de Obiang ha convertido a Guinea Ecuatorial en el centro del tráfico de drogas de África Occidental.
- Teodoro Obiang ganó las últimas elecciones con un 99,9% de los votos. Los 13 partidos políticos autorizados, estaban formados por miembros del gobierno.
- En una reciente visita a Estados Unidos, la secretaria de estado Condoleezza Rice describió a Obiang como “buen amigo”.
- En Julio de 2003, la radio estatal anunció que: “El presidente es un dios que está en contacto permanente con el todopoderoso, y puede matar a cualquiera sin que nadie le pida cuentas y sin ir al infierno, porque es el Dios mismo”
Sobran comentarios.
Y lo que personalmente hace que esta vergüenza común me resulte aún más dolorosa, es que el pueblo guineano, uno de los más amables, hospitalarios y generosos que he conocido, haya sido, como cité al principio, parte integrante del estado español. La atropellada y negligente descolonización de Guinea Ecuatorial por parte de España en 1968, es el origen de la inadmisible situación que ahora sufren los guineanos y a la que hoy asistimos con absoluta indiferencia y desafecto.
Pero hay que recordar que los ecuatoguineanos no sólo siguen hablando en castellano, si no que muchas de sus costumbres, celebraciones y tradiciones siguen siendo las mismas que las nuestras. Sus hijos cantan las mismas canciones que cantan los nuestros en el colegio, sus bromas son las mismas, hasta sus palabrotas son las mismas que las nuestras. Son, por decirlo así, unos primos cercanos de los que nos hemos olvidado totalmente, una parte de nuestra familia de la que nos hemos desentendido, ajenos y a veces cómplices de un castigo que de ningún modo merecen.
Porque probablemente, mientras lee este mensaje, una anciana agonizando de malaria pide un médico que nunca llegará.
Un niño está preguntando dónde están sus padres desaparecidos.
Una mujer implora a Dios que la mate, mientras es violada y torturada salvajemente en una comisaría.
Y cada día, Guinea Ecuatorial se hunde un poco más en las tinieblas.
Cada día, nuestra ignorancia nos hace más culpables.
Cada día cuenta.
Alguien dijo una vez que “Lo único que necesita el mal para triunfar, es que los hombres buenos no hagan nada”.
Quizá este sea un buen momento, para averiguar qué tipo de hombres y mujeres somos en realidad…
Y si te estás diciendo en este instante “Pero bueno, ¿yo que puedo hacer? Aquello está muy lejos”. Lo cierto es que, por desgracia, no vas mal encaminado.
Guinea Ecuatorial es víctima de la maldición del petróleo, y como puedes imaginar, estados como China, U.S.A. o Francia harán todo lo posible para mantener a Obiang en su poltrona y así garantizar un suministro fiable de crudo para sus compañías petroleras. Así que será muy difícil cambiar las cosas a corto plazo en la maltratada pero aún hermosa Guinea.
Y sin embargo, sí hay algo que podemos hacer: correr la voz.
Estos dictadores de opereta, sólo se mantienen gracias al desconocimiento que tiene el resto del mundo de las fechorías que cometen. Cuantos más de nosotros sepamos lo que sucede, y por qué sucede, más probabilidades hay de que un día quizá no muy lejano, seamos suficientes para decir basta. Cuando políticos propios y ajenos sientan vergüenza de tratar con asesinos como Obiang, o descubran que darse abrazos dictadores que no respetan los más elementales derechos humanos tiene un costo político que sus votantes les van a hacer pagar, puede que algo empiece a cambiar.
Pero éste es sólo un primer paso, ahora te toca a ti dar el siguiente ayudando a que este mensaje llegue a la mayor cantidad posible de personas.
Como se dice en estos casos: PÁSALO
Gracias por tu tiempo y tu ayuda.

FERNANDO GAMBOA