El otro día, al hilo de una charla sobre mi última novela, un amigo me preguntaba si en África, y más concretamente en un país como Guinea Ecuatorial donde trascurre la trama del libro, también notaban la crisis. Opinaba que, están aquellos tan desconectados de la maquinaria que mueve el mundo económico, ajenos en sus cabañas de adobe a la debacle inmobiliaria, que posiblemente no lleguen a enterarse jamás de los aprietos que estamos pasando en el complejo y opulento hemisferio norte.
No le faltaban argumentos a mi amigo, y a punto estuve de darle la razón y sugerir seguidamente que nos liáramos la manta a la cabeza y huyéramos más allá del ecuador, donde el sol brilla a diario y la pobreza otorga la felicidad despreocupada del que ya se sabe pobre.
Pero, un momento –me dije-. Yo he estado viviendo durante años en lugares así, y me parece recordar que el paisaje no es tan idílico. De modo que acabé torciendo el gesto y diciéndole a mi amigo que ojalá tuviera razón, pero que cuando en lugares como España aumenta el paro, baja el consumo, o entramos en desaceleraciones aceleradas; en otros menos afortunados la gente muere de hambre. Si a esta ruina financiera global, le sumamos la crisis alimentaria, las guerras civiles, la escasez de agua potable o la desertización a causa del calentamiento global, nos quedará un fiel retrato de lo que para la mayoría de sus habitantes es el infierno en la Tierra. Un lugar, que el resto conocemos como África.
A la mayoría, si nos pidieran que pusiéramos rostro al continente africano, pensaríamos en un guerrero zulú, un futbolista, o un pastor masai dando saltos con su lanza; siempre hombres. Pero no, quien haya estado alguna vez allí, coincidirá conmigo en que África es femenina. África es una mujer. Es la belleza que no cabe en los ojos, la sensualidad en el olor a fruta y a carne podrida, la mirada que atraviesa el alma y sale por el otro lado llevándose lo que aún no sabíamos que no queríamos. Y son las africanas, las que hacen África. Allí donde los hombres se persiguen unos a otros por ser de una etnia distinta, se rebanan el pescuezo por razones que nadie comprende o se emborrachan de desesperanza imaginando su futuro, hay siempre mujeres fuertes, tenaces y pacientes, tratando de enmendar los estropicios de hijos y esposos, rehaciendo cada día lo que ellos deshacen el día anterior. África es la madre de todos, y aún la reconocemos al descubrirla de nuevo, pobre y abandonada, ajada por los disgustos de unos hijos que miran hacia otro lado al verla de lejos, temerosos de que se acerque a pedirles que se acuerden de ella, que no la dejen morir sola.
Pero ahora, me gustaría que acercáramos la vista al mapa de África. Asediada por vecinos mucho mayores, enclavada en el gatillo de este continente con forma de revolver, se encuentra la República de Guinea Ecuatorial. Cuando estuve hace unos años en esta que fue provincia española hasta 1968, recuerdo que me impresionó el hecho de que allí buena parte de los hombres son polígamos y que, para hacerse con nuevas esposas no dudan en gastar fortunas en dotes, lo que en la práctica acababa suponiendo que “compran” las hijas a sus padres y estás pasan a ser una posesión más del marido, pues según su punto de vista, bien que ha pagado por ellas. Me decían que, si el esposo tiene la mala ocurrencia de morirse antes de tiempo, muchas esposas terminan en la lista de bienes a repartir, junto al cebú o el terreno de bananos, y pueden acabar y acaban, “adjudicadas” a algún hermano o tío del difunto al que tendrán que servir el resto de su vida en calidad de acogidas. Mientras llega ese día, el trabajo de esta mujer será ir a por agua a algún riachuelo o fuente cercana (pues pocos son en Guinea los que disfrutan de agua corriente), buscar leña, trabajar en el campo o con los animales, cocinar, mantener la casa y los alrededores limpios y libres de maleza, llevarse bien con las otras esposas, complacer a su marido y, por encima de todo, darle media docena hijos que den prueba de su fertilidad. La vara de medir con la que se calibra a tantas mujeres en el mundo; tantos hijos tienes, tanto vales.
Este panorama tan poco halagüeño para la mujer guineana, además, hemos de situarlo en el contexto de un país que es ejemplo de corrupción, desigualdad y represión. Y esto no son palabras vacías. Organizaciones como la ONU, Amnistía Internacional, Human Rights Watch o Transparency International, sitúan a Guinea Ecuatorial entre los peores países del planeta en esos aspectos, a la altura de Birmania, Eritrea o Corea del Norte.
Hace ya treinta años que asaltó la presidencia de Guinea Ecuatorial un militar llamado Teodoro Obiang Nguema, y aún sigue ahí. Hoy en Guinea se le conoce como “el jefe”, aunque desde el palacio presidencial de Malabo han tratado de buscarle un sobrenombre con más enjundia, y así, hace unos años en la radio estatal decidieron presentarlo nada menos que como: “Un dios que está en contacto permanente con el todopoderoso, y puede matar a cualquiera sin que nadie le pida cuentas y sin ir al infierno, porque es el Dios mismo”.
En lo que al sistema político se refiere, el partido oficial PDGE (Partido Democrático de Guinea Ecuatorial) ocupa 99 de los 100 asientos del anecdótico parlamento guineano, tras una parodia de elecciones que, ganadas con ese mismo porcentaje de votos, fueron elogiadas por unos parlamentarios españoles que acudieron como observadores, por –y cito textualmente- el clima de libertad en que se ha desarrollado la campaña electoral. Sólo el CPDS (Convergencia para la Democracia Social), en generosa concesión gubernamental al multipartidismo, ha logrado hacerse con un escaño donde resiste numantinamente las presiones de un régimen decidido a no permitir un solo resquicio por el que la perniciosa democracia pueda llegar a filtrarse. Un proceder avalado por políticos de todo el orbe, que se abrazan a Obiang y le llaman buen amigo en banquetes y recepciones patrocinados por compañías petroleras.
Este dictador con ínfulas de divinidad, daría risa si no fuera por el más de medio millón de súbditos que viven aterrorizados bajo su abyecto gobierno. A pesar del alud de dinero proveniente de los 400.000 barriles de petróleo que se extraen diariamente del subsuelo de Guinea, solo una minúscula parte se destina a mejorar el bienestar de los guineanos, pues prácticamente todos los beneficios que genera el estado, van a parar a las cuentas corrientes de Obiang y su familia; algo que ha convertido a este ex alumno de la escuela militar de Zaragoza en uno de los hombres más ricos del mundo, con una fortuna personal superior a los 600 millones de euros, gobernando un país donde la inmensa mayoría no alcana a ganar ni veinte euros al mes.
Entre otras muchas carencias, los guineanos no disponen de servicios sanitarios, educación, seguridad o justicia. Baste decir que ante cualquier emergencia médica, el Hospital de Malabo es la única opción de asistencia; pero eso sí, bajo ciertas condiciones como pagar la estancia y el tratamiento por adelantado y llevar todo lo necesario para hospitalización: desde las jeringas o medicamentos, al colchón, las sábanas o la comida. Unos requisitos que, por supuesto, casi ningún guineano puede cumplir.
Pero lo que convierte a Teodoro Obiang y sus cómplices no sólo en ladrones si no en despiadados criminales, es la política de detenciones, torturas y asesinatos cometidos durante treinta años contra sus propios ciudadanos. Se calcula que en este periodo, el actual gobierno guineano ha exterminado a nada menos que el 10% de la población del país, y una cantidad indeterminada ha desaparecido o se encuentra encarcelada ilegalmente y sin garantías judiciales. Según un informe de Amnistía Internacional, los detenidos por la policía y el ejército son torturados sistemáticamente con métodos tan brutales como mutilaciones, rotura de huesos, violaciones múltiples, descargas eléctricas en los genitales o clavar tenedores en la vagina de las detenidas. Unas detenidas que, en la mayoría de los casos, su único delito ha sido ser esposas, hijas o hermanas de perseguidos políticos; pues resulta práctica habitual para las autoridades guineanas secuestrar a estas mujeres para violarlas y torturarlas, hasta que el hombre a quien buscan se entregue voluntariamente.
La lista de mujeres actualmente encarceladas en Guinea Ecuatorial de forma injustificada es larga, la de las que han sido torturadas o asesinadas es más larga aún, pero la que debería contar los nombres y las historias de todas las guineanas que sufren enfermedad, discriminación y penurias que no podemos ni llegar a imaginarnos, esa lista, es interminable …y sigue creciendo mientras usted lee estas líneas.
Aquella misma noche, cuando regresé de casa de mi amigo, saqué de las estanterías mis álbumes de fotos y, abriéndolos, comencé a repasar imágenes olvidadas rozando paisajes y miradas con la yema de los dedos. Cuando llegué a las instantáneas de mi viaje a Guinea Ecuatorial, un rosario de enormes sonrisas me saludaron desde cada una de ellas, y caí entonces en el detalle, de que casi todas eran mujeres. Desde la niña que me enseñó a contar en fang en una calle de Bata, a la abuela que, enferma de malaria, vivía sola en una humilde cabaña de Luba cuidando devotamente de una moribunda hija devastada por el SIDA. Sin saberlo -pensé entonces-, había fotografiado la esencia de África. La sonrisa, la generosidad y la esperanza curtida en los rostros de aquellas mujeres valientes de un pequeño país aferrado al pecho de África. Mujeres que habitan en mi memoria y mi conciencia, y que espero allí sigan para siempre, porque ellas me obligan… nos obligan, a ser mejores.
Fernando Gamboa