FERNANDO GAMBOA
Blog personal del escritor Fernando Gamboa
miércoles, 28 de diciembre de 2011
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viernes, 23 de diciembre de 2011
Libros y viajes
Las tardes de mi infancia transcurrían entre historias de Salgari, London, Stevenson, Kipling, Conan Doyle y sobre todo, Julio Verne. Celebraba las ocasiones en que me ponía enfermo y no podía ir al colegio, no sólo por el hecho en sí –que ya era para estar contento-, si no, además, porque significaba que mi padre al regresar del trabajo, haría una parada en el quiosco y me compraría una fantástica historia ilustrada, en la que descubriría islas misteriosas, mundos perdidos, e iría a la luna y regresaría, a tiempo para merendar un pan con chocolate. Está claro, que no era consciente de las consecuencias que ello acarrearía con el paso de los años.
A medida que iba creciendo y mis compañeros de colegio comprendían poco a poco lo que les esperaba en el mundo de los adultos, y cómo adaptarse a él, yo seguía feliz, sumergido a veinte mil leguas bajo la superficie de la realidad, estudiando sólo lo imprescindible para aprobar, e importándome un auténtico comino las notas, las reprimendas, y la mayoría de las asignaturas.
Quizá, paradójicamente, la raíz del problema estuvo en que mis padres me enseñaron a leer antes que a caminar –y no, no es que fuera torpe-. Cuando el resto de los niños aprendían a juntar la “A” con la “U”, yo me llevaba a clase algo para leer y no aburrirme, lo cual significó que en mi más tierna infancia, cuando la mente es más porosa a cualquier influencia, un montón de señores que no conocía no hacían más que describirme lejanos y exóticos parajes; donde la aventura acechaba tras cada palmera, los malos eran malos y los buenos, héroes.
Resultaría mezquino que a mis cuarenta y pico primaveras, les echara la culpa a los libros de la desordenada vida que he llevado desde párvulos. Ya soy mayorcito, y la mayoría de mis reincidentes tropiezos y numerosas alegrías son mérito propio, pero mi curiosidad insobornable; la que me ha llevado a islas paradisíacas, tenebrosas junglas o infinitos desiertos, creo que se la debo a unos hombres y mujeres que, en su mayoría, dejaron buena parte de sí mismos impresa en las páginas de sus novelas y relatos.
Hoy escribo estas líneas sentado junto a la chimenea, en mi casa a las afueras de Barcelona, mientras una pareja de tórtolas se arrulla frente a la ventana y una imponente nube negra se acerca por el oeste anunciando tormenta para esta tarde. Hace casi cinco años que La última cripta, mi primera novela, salió a la venta, y ya estoy embarcado en el viaje que significa escribir la quinta. Un viaje imaginario que aún no sé dónde me puede acabar llevando, mientras otros viajes a tierras y personas extrañas suceden paralelamente, acumulando experiencias que alimentan el viaje literario aún por escribir. Un viaje, dentro de otro viaje. Un libro, dentro de otro libro. Una vida, que acoge muchas otras.
Mi primera obra, Corazón Maya, que nunca se publicó, relataba uno de mis primeros viajes y desde entonces, el hecho de escribir ha ido indisolublemente unido al placer de explorar nuevos horizontes, tratando de evocar en los negros trazos de cada página; lugares que para siempre quedarán grabados en mi retina; hombres y mujeres inolvidables; o sentimientos que han forjado al hombre que soy, para bien o para mal. Han pasado ya muchos años desde que emprendí mis correrías por el mundo, pero antes incluso, ya lo había hecho caminando entre las páginas de aquellos viejos libros de aventuras, que inevitablemente han pasado a ser parte de mí.
Ahora espero que, algún día, alguien lea uno de mis libros y se encienda en él o ella, la llama de la curiosidad y el deseo de descubrir que hay más allá del horizonte. Y a ese lector -quizá usted mismo-, que se llevará consigo parte de mí y de los que previamente me moldearon con sus historias maravillosas, le deseo, de todo corazón, el mejor de los viajes.
Fernando Gamboa
sábado, 8 de agosto de 2009
GUINEANAS (Publicado en el suplemento de El Mundo el 1 de Agosto de 2009)
No le faltaban argumentos a mi amigo, y a punto estuve de darle la razón y sugerir seguidamente que nos liáramos la manta a la cabeza y huyéramos más allá del ecuador, donde el sol brilla a diario y la pobreza otorga la felicidad despreocupada del que ya se sabe pobre.
Pero, un momento –me dije-. Yo he estado viviendo durante años en lugares así, y me parece recordar que el paisaje no es tan idílico. De modo que acabé torciendo el gesto y diciéndole a mi amigo que ojalá tuviera razón, pero que cuando en lugares como España aumenta el paro, baja el consumo, o entramos en desaceleraciones aceleradas; en otros menos afortunados la gente muere de hambre. Si a esta ruina financiera global, le sumamos la crisis alimentaria, las guerras civiles, la escasez de agua potable o la desertización a causa del calentamiento global, nos quedará un fiel retrato de lo que para la mayoría de sus habitantes es el infierno en la Tierra. Un lugar, que el resto conocemos como África.
A la mayoría, si nos pidieran que pusiéramos rostro al continente africano, pensaríamos en un guerrero zulú, un futbolista, o un pastor masai dando saltos con su lanza; siempre hombres. Pero no, quien haya estado alguna vez allí, coincidirá conmigo en que África es femenina. África es una mujer. Es la belleza que no cabe en los ojos, la sensualidad en el olor a fruta y a carne podrida, la mirada que atraviesa el alma y sale por el otro lado llevándose lo que aún no sabíamos que no queríamos. Y son las africanas, las que hacen África. Allí donde los hombres se persiguen unos a otros por ser de una etnia distinta, se rebanan el pescuezo por razones que nadie comprende o se emborrachan de desesperanza imaginando su futuro, hay siempre mujeres fuertes, tenaces y pacientes, tratando de enmendar los estropicios de hijos y esposos, rehaciendo cada día lo que ellos deshacen el día anterior. África es la madre de todos, y aún la reconocemos al descubrirla de nuevo, pobre y abandonada, ajada por los disgustos de unos hijos que miran hacia otro lado al verla de lejos, temerosos de que se acerque a pedirles que se acuerden de ella, que no la dejen morir sola.
Pero ahora, me gustaría que acercáramos la vista al mapa de África. Asediada por vecinos mucho mayores, enclavada en el gatillo de este continente con forma de revolver, se encuentra la República de Guinea Ecuatorial. Cuando estuve hace unos años en esta que fue provincia española hasta 1968, recuerdo que me impresionó el hecho de que allí buena parte de los hombres son polígamos y que, para hacerse con nuevas esposas no dudan en gastar fortunas en dotes, lo que en la práctica acababa suponiendo que “compran” las hijas a sus padres y estás pasan a ser una posesión más del marido, pues según su punto de vista, bien que ha pagado por ellas. Me decían que, si el esposo tiene la mala ocurrencia de morirse antes de tiempo, muchas esposas terminan en la lista de bienes a repartir, junto al cebú o el terreno de bananos, y pueden acabar y acaban, “adjudicadas” a algún hermano o tío del difunto al que tendrán que servir el resto de su vida en calidad de acogidas. Mientras llega ese día, el trabajo de esta mujer será ir a por agua a algún riachuelo o fuente cercana (pues pocos son en Guinea los que disfrutan de agua corriente), buscar leña, trabajar en el campo o con los animales, cocinar, mantener la casa y los alrededores limpios y libres de maleza, llevarse bien con las otras esposas, complacer a su marido y, por encima de todo, darle media docena hijos que den prueba de su fertilidad. La vara de medir con la que se calibra a tantas mujeres en el mundo; tantos hijos tienes, tanto vales.
Este panorama tan poco halagüeño para la mujer guineana, además, hemos de situarlo en el contexto de un país que es ejemplo de corrupción, desigualdad y represión. Y esto no son palabras vacías. Organizaciones como la ONU, Amnistía Internacional, Human Rights Watch o Transparency International, sitúan a Guinea Ecuatorial entre los peores países del planeta en esos aspectos, a la altura de Birmania, Eritrea o Corea del Norte.
Hace ya treinta años que asaltó la presidencia de Guinea Ecuatorial un militar llamado Teodoro Obiang Nguema, y aún sigue ahí. Hoy en Guinea se le conoce como “el jefe”, aunque desde el palacio presidencial de Malabo han tratado de buscarle un sobrenombre con más enjundia, y así, hace unos años en la radio estatal decidieron presentarlo nada menos que como: “Un dios que está en contacto permanente con el todopoderoso, y puede matar a cualquiera sin que nadie le pida cuentas y sin ir al infierno, porque es el Dios mismo”.
En lo que al sistema político se refiere, el partido oficial PDGE (Partido Democrático de Guinea Ecuatorial) ocupa 99 de los 100 asientos del anecdótico parlamento guineano, tras una parodia de elecciones que, ganadas con ese mismo porcentaje de votos, fueron elogiadas por unos parlamentarios españoles que acudieron como observadores, por –y cito textualmente- el clima de libertad en que se ha desarrollado la campaña electoral. Sólo el CPDS (Convergencia para la Democracia Social), en generosa concesión gubernamental al multipartidismo, ha logrado hacerse con un escaño donde resiste numantinamente las presiones de un régimen decidido a no permitir un solo resquicio por el que la perniciosa democracia pueda llegar a filtrarse. Un proceder avalado por políticos de todo el orbe, que se abrazan a Obiang y le llaman buen amigo en banquetes y recepciones patrocinados por compañías petroleras.
Este dictador con ínfulas de divinidad, daría risa si no fuera por el más de medio millón de súbditos que viven aterrorizados bajo su abyecto gobierno. A pesar del alud de dinero proveniente de los 400.000 barriles de petróleo que se extraen diariamente del subsuelo de Guinea, solo una minúscula parte se destina a mejorar el bienestar de los guineanos, pues prácticamente todos los beneficios que genera el estado, van a parar a las cuentas corrientes de Obiang y su familia; algo que ha convertido a este ex alumno de la escuela militar de Zaragoza en uno de los hombres más ricos del mundo, con una fortuna personal superior a los 600 millones de euros, gobernando un país donde la inmensa mayoría no alcana a ganar ni veinte euros al mes.
Entre otras muchas carencias, los guineanos no disponen de servicios sanitarios, educación, seguridad o justicia. Baste decir que ante cualquier emergencia médica, el Hospital de Malabo es la única opción de asistencia; pero eso sí, bajo ciertas condiciones como pagar la estancia y el tratamiento por adelantado y llevar todo lo necesario para hospitalización: desde las jeringas o medicamentos, al colchón, las sábanas o la comida. Unos requisitos que, por supuesto, casi ningún guineano puede cumplir.
Pero lo que convierte a Teodoro Obiang y sus cómplices no sólo en ladrones si no en despiadados criminales, es la política de detenciones, torturas y asesinatos cometidos durante treinta años contra sus propios ciudadanos. Se calcula que en este periodo, el actual gobierno guineano ha exterminado a nada menos que el 10% de la población del país, y una cantidad indeterminada ha desaparecido o se encuentra encarcelada ilegalmente y sin garantías judiciales. Según un informe de Amnistía Internacional, los detenidos por la policía y el ejército son torturados sistemáticamente con métodos tan brutales como mutilaciones, rotura de huesos, violaciones múltiples, descargas eléctricas en los genitales o clavar tenedores en la vagina de las detenidas. Unas detenidas que, en la mayoría de los casos, su único delito ha sido ser esposas, hijas o hermanas de perseguidos políticos; pues resulta práctica habitual para las autoridades guineanas secuestrar a estas mujeres para violarlas y torturarlas, hasta que el hombre a quien buscan se entregue voluntariamente.
La lista de mujeres actualmente encarceladas en Guinea Ecuatorial de forma injustificada es larga, la de las que han sido torturadas o asesinadas es más larga aún, pero la que debería contar los nombres y las historias de todas las guineanas que sufren enfermedad, discriminación y penurias que no podemos ni llegar a imaginarnos, esa lista, es interminable …y sigue creciendo mientras usted lee estas líneas.
Aquella misma noche, cuando regresé de casa de mi amigo, saqué de las estanterías mis álbumes de fotos y, abriéndolos, comencé a repasar imágenes olvidadas rozando paisajes y miradas con la yema de los dedos. Cuando llegué a las instantáneas de mi viaje a Guinea Ecuatorial, un rosario de enormes sonrisas me saludaron desde cada una de ellas, y caí entonces en el detalle, de que casi todas eran mujeres. Desde la niña que me enseñó a contar en fang en una calle de Bata, a la abuela que, enferma de malaria, vivía sola en una humilde cabaña de Luba cuidando devotamente de una moribunda hija devastada por el SIDA. Sin saberlo -pensé entonces-, había fotografiado la esencia de África. La sonrisa, la generosidad y la esperanza curtida en los rostros de aquellas mujeres valientes de un pequeño país aferrado al pecho de África. Mujeres que habitan en mi memoria y mi conciencia, y que espero allí sigan para siempre, porque ellas me obligan… nos obligan, a ser mejores.
Fernando Gamboa
lunes, 6 de abril de 2009
La hermosa historia de Luz Elia Miranda Clementina (Inédita)
Un fuerte abrazo y espero disfrute de la lectura
LA HERMOSA HISTORIA DE LUZ ELIA MIRANDA CLEMENTINA
Prólogo
Hay algunas historias, tan hermosas, que no pueden dejar de ser contadas.
Esta que tiene en sus manos, me la explicó una amiga colombiana mientras tomábamos tinto con almojábanas en un café de Cali, y narra los increíbles acontecimientos que hace unos años le sucedieron a una niña llamada Luz.
Recuerdo que lloré emocionado en aquel café mientras escuchaba el relato en boca de mi amiga. Pero no lágrimas de tristeza, si no de esa felicidad mágica, milagrosa, que tan pocas veces se deja ver y que cuando nos pasa si quiera rozando con la punta de sus alas nos encoge al alma y deseamos revivirla una y otra vez, intuyendo que solo así tiene sentido todo lo demás. Y fue precisamente, la necesidad de recrear aquel breve y perfecto momento de felicidad, lo que me llevó a escribir este libro.
Honestamente, no me puedo considerar el autor aunque mi nombre aparezca en la portada, pues es la protagonista quien con su vida ha hecho posible cada línea en esta obra. Yo me he limitado a narrarla con mis propias palabras, y de la única manera que concebía hacerlo, como un cuento para leer con los ojos cerrados y el corazón en la mano.
Así, mi única pretensión ha sido ser todo lo fiel posible a los acontecimientos, y tratar que esta historia resulte tan conmovedora e inolvidable para usted, como lo ha sido para mí. Tomar aquel instante de felicidad y sembrarlo en cada página de este libro con la esperanza de que florezca ante sus ojos.
Ojalá lo haya conseguido.
CAPITULO 1
De puntillas sobre un balde rojo, Luz Elia Miranda Clementina agarrada con ambas manitas al borde de la pila, apenas alcanzaba a ver algo levantando la nariz. Su madre, Segunda Clementina Cuero, frotaba cada pieza de ropa con la pastilla de jabón, luego la restregaba contra la ondulada superficie adelante y atrás, tensando los músculos del antebrazo, y finalmente la hundía en el agua espumosa para sacarla ágilmente con un gesto mil veces repetido y sacudirla enérgicamente frente a la cara de Luz, que reía estrepitosamente al verse salpicada por el agua tibia y los copos de espuma blanca que pintaban en la piel negra de su rostro efímeras constelaciones.
Para Luz aquella era la hora mágica de la semana, en la que acompañaba a su madre a lavar la ropa a casa de la señora Telma Buenaventura, la única con pila para lavar y un depósito con agua en el pequeño pueblo de Tumaco. Esperaba cada jueves con impaciencia, de pié en el quicio de la modesta cabaña sobre palafitos que compartía con su mamá, el instante en que ella rodeaba el balde rojo con el brazo, con las contadas vestimentas de ambas en su interior, y se dirigía a lavarla en el patio de la vecina. Luz anhelaba ese momento desde el día anterior y, en secreto, se estiraba antes de salir tratando de ganar unos centímetros de altura que le permitieran meter las manos en el agua enjabonada y compartir aquella felicidad nacida de olor a limpio, agua y risas.
- Mami ¿te ayudo ya? –preguntaba en cada ocasión, levantando la vista.
- El próximo día, mi amor –contestaba la madre, pasándole la mano por el pelo ensortijado de pequeñas coletitas rematadas con cuentas de vivos colores-. El próximo día.
Empapada y feliz, Luz regresaba cada jueves precediendo a su madre dando saltitos y canturreando canciones que había escuchado en la radio a pilas que don Ramón Nariño asomaba cada mañana a su ventana, regalándole a Tumaco cumbias y vallenatos que, como un brebaje prodigioso, amnesiaba a todos sus habitantes de la olvidada pobreza de aquel villorrio costero del Pacífico colombiano.
Pero Luz era ajena a las penurias que la rodeaban, para ella Tumaco era un paraíso de playas doradas sombreadas de cocoteros donde pasaba el día jugando con otros quince o veinte niños a concursos con reglas inventadas sobre la marcha y competiciones imposibles, en las que la mayoría de las veces no sabía si debía perseguir, o evitar que la persiguieran. Jugaban a meter palitos en los agujeros donde se guarecían los cangrejos tratando de que, molestos, los engancharan con sus pinzas, o simplemente, corriendo como posesos por la playa espantando la marea de pequeños crustáceos rojos que invadían la arena y huían de la jovial acometida como una ola en retirada.
No tenía importancia para Luz que sólo comieran carne una vez al mes, o que no descubriera la televisión hasta un día en que unos señores altos y rubios con camisa blanca y extraño acento reunieron a todo el pueblo delante de una caja y, como por ensalmo, ésta se iluminó, y en su interior unos personajes tan blancos como los recién llegados pero mucho peor vestidos, construyeron una barca enorme para muchos animales que no había visto nunca, y luego anduvieron perdidos durante muchos, muchos años, por una playa sin agua, ni palmeras, ni cangrejos. No recordaba muy bien aquella historia, y nadie más de Tumaco debió hacerlo, pues aquellos señores rubios acabaron enfadándose con la gente por reírse en momentos que les decían no podían hacerlo, y al poco se marcharon llevándose con ellos su caja. Aquel acontecimiento sólo sirvió para que, con el tiempo, los niños interpretaran valiéndose de aquellos adustos personajes de tupidas barbas, unos disparatados cuentos que hacían persignarse a más de una vecina de la aldea.
A Luz tampoco le molestaban demasiado las lluvias que se colaban por la techumbre de palma de la cabaña donde vivía, o que tuviera solo una quejumbrosa cama en la que se abrazaba a su madre todas las noches ignorando el calor y los mosquitos. Ni siquiera la ocasión en que, ardiendo de fiebre y con el estómago hinchado un curandero murmuró en voz baja que tenía que tomar la infusión de cierta corteza o de lo contrario moriría, lamentó estar donde estaba y con quien estaba. En Tumaco, con su madre, era feliz.
Entonces, en uno de tantos días de correrías, uno de los niños descubrió en la arena hinchado como un pez globo, un cadáver. Y aquel muerto sin pantalones y un tiro en la cara, era el preludio que iba a cambiar la vida de Tumaco, de su madre y, por supuesto, la de Luz. Para siempre.
- Diría que está muerto –concluyó circunspecto don Ignacio Matusalén, un hombre tan viejo como su apellido enunciaba y que decía haber sido maestro de escuela en un impreciso pasado.
Un corrillo de vecinos de Tumaco rodeaba el difunto manteniendo las distancias y asintiendo gravemente a las meditadas deducciones del maestro.
- Y parece que lo han matado… –murmuró con voz inquieta, dando un paso más para observar de cerca el enorme boquete que el finado exhibía en medio de la frente.
- Lo que está claro, es que no es de por aquí –apuntó alguien con cierta guasa, subrayando que aquel muerto era de color blanco violáceo, mientras que en el pueblo no había nadie que bajara del café con leche.
- A lo mejor se ha suicidado –dijo otro.
- Difícil lo veo –alegó don Ignacio meneando la cabeza.
- ¿Y qué hacemos con él? –preguntó una señora, haciéndose eco de lo que todos tenían en mente.
- Deberíamos llamar a las autoridades –musitó poco convencido el viejo.
- ¿Qué autoridades? –inquirió la señora
- No se… a las autoridades
Y ahí quedó todo. Al no existir en Tumaco ningún poder del estado no se tomó ninguna decisión, el muerto quedó a merced de los cangrejos durante varios días, y una noche de tormenta en que el mar se embraveció, lo arrastró de vuelta tal como lo había traído al comprobar que nadie lo reclamaba.
De lo que nadie en Tumaco parecía haberse apercibido, es que el muerto sin pantalones y agujero en la cabeza, llevaba anudado al cuello un sucio pañuelo rojo.
Pasaron los días y la modorra ecuatorial volvió a adueñarse de Tumaco. Nadie se acordaba ya del misterioso cadáver, y si acaso quedó su recuerdo encarnado en un nuevo personaje de las invenciones infantiles, que de modo sorprendente acabó incorporado a los reescritos periplos de Noé y Moisés.
Luz tan sólo había visto el cadáver de lejos, incapaz de acercarse a aquel hombre del que le salían gusanos de las vacías cuencas de los ojos. Aún así, el día en que vio desfilar por el pueblo a una docena de hombres armados, con pañuelos rojos atados al brazo izquierdo y gesto inquisitivo, supo que eran amigos o enemigos del muerto, y que quizá lo andaban buscando.
El que andaba en cabeza de todos ellos se detuvo en lo más parecido que había a la plaza de Tumaco, y con voz autoritaria conminó a todo el mundo que lo oyera a reunirse a su alrededor.
Obviamente, nadie acudió.
Entonces, tomándoselo como una rutina ya repetida en otras ocasiones, se limitó a hacer un par de gestos a izquierda y derecha a sus hombres y estos se dispersaron como cucarachas entre las casas de palafitos de mangle y palma.
A empujones y culatazos sacaron a todo el mundo de sus hogares y acabaron reuniendo a Tumaco en pleno, incluidos niños y ancianos, alrededor de aquel hombre con boina roja y cara de sapo que se comportaba como el dueño del mundo.
- Bien –dijo alzando la voz-, ahora que están todos, me presentaré. Soy el comandante Hugo Almeida de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y hemos venido a salvarles.
Si el ceñudo comandante esperaba algún tipo de algarabía o si quiera un murmullo de aprobación, debió sentirse bastante decepcionado. Pero ignorando el griterío de una pareja de cotorras y una animosa cumbia que desde la radio a pilas de don Ramón se empecinaba en despojar de solemnidad al discurso, emprendió una perorata con reclamos de libertad, justicia, y contra un gobierno corrupto que, a la gente de Tumaco, les era tan próximo como el monte Olimpo y sus dioses arrendatarios. Aun así, todos escucharon con forzado y ajeno silencio hasta que, finalmente, el comandante dijo lo que en realidad había venido a decir.
- Pueblo de Tumaco –exhortó, alzando aún más la voz-. Hoy es el día en que por fin podrán luchar por su libertad y su patria. Hoy es el día en que se podrán unir a la revolución. ¡Colombianos, a las armas! –gritó exaltado, alzando el brazo en el que portaba la ametralladora.
Los asistentes, a pesar de la arenga, no acababan de entender sobre que hablaba aquel buen hombre y lo contemplaban con los ojos muy abiertos en atónita cautela. Alguno, incluso, acababa de recordar que era colombiano, aunque de todo lo demás no alcanzara una palabra. El resto de tumaqueños murmuraban entre sí, preguntándose qué diantres estaba predicando aquel señor con boina.
El comandante Hugo Almeida miró en derredor con una cólera mal contenida ascendiéndole por la tráquea.
- ¡Hideputas estos! ¿Es que no entienden o qué? –escupió al fin- ¡Nosotros matándonos por todos ustedes, y aquí no hacen otra cosa que güevonear! ¡Pues eso se acabó!
Se volvió hacia un indio pequeño y nervudo al que la ropa de camuflaje le quedaba tres tallas grandes.
- ¡Morales! –rugió- Ahora mismo me recluta a diez voluntarios, y al que se resista se lo baja ¿me oyó?
El aludido respondió con un torpe saludo militar con el “sí señor” en la boca, empezó a dar órdenes al resto de la tropa y, mezclándose con la gente, que paralizada por la sorpresa y la incomprensión no llegaron ni a moverse del sitio, en un santiamén sacaron a empellones a diez jóvenes de entre trece y veinte años de la multitud y los rodearon apuntándoles con las armas.
Las madres y los padres de aquellos muchachos se dieron cuenta entonces de que algo no iba bien, y trataron de acercarse a sus hijos reclamando cada vez más nerviosos por el cariz que iba tomando el asunto.
El comandante, que ya había bajado su arma, apuntó entonces con ella al gentío y advirtió que mataría al que se acercara un paso más.
Luz, escondida detrás de las piernas de su madre, observaba todo sin entender nada. Tan sólo cuando vio que la partida de guerrilleros se adentraba en la selva, empujando a aquellos muchachos que hasta ese momento habían sido sus vecinos a golpe de cañón y con las manos en la nuca, intuyó que aquello no era bueno y que, si las mamás lloraban como si les hubieran robado el alma mientras sus maridos se esforzaban vanamente por consolarlas, es que definitivamente, algo no iba como debía.
- Mami –preguntó con su voz aguda, tirándole del vestido- ¿Qué pasa?
Pero no recibió respuesta. En cambio, la tomó en brazos en silencio, le dio un largo beso en la frente y se encaminó despacio hacia la casa. Luz pudo ver cómo dos ríos de lágrimas le resbalaban a su madre por las mejillas.
Esa misma tarde, Ignacio Matusalén llamó a su puerta.
Luz jugaba en el suelo de madera con una suerte de muñeca que se había fabricado ella misma, a base de ramas que había traído la marea y pelo hecho con fibras de coco.
El señor Matusalén se sentó circunspecto a hablar con su madre en voz baja, y Luz no prestó más atención que la habitual en estos casos hasta que oyó su nombre en boca del anciano y, al mirar hacia arriba, advirtió una sombra de preocupación nublando el dulce rostro de su mamá.
- Es muy peligroso quedarse aquí, Segunda –remarcaba el hombre-. Si han venido una vez, vendrán más. Y luego el ejército, y dirán que somos todos guerrilleros… créame, esto ya lo he vivido.
- Pero ¿a dónde podemos ir? No tenemos nada.
- Eso sí que no sé decírselo, querida. ¿No hay algún familiar que las pueda recibir?
- No… es decir, sí. Mi hermana vive en Barranquilla, pero es una devota de la virgen de puño… ya sabe. No querría hacerse cargo de nosotras, aunque seamos sangre de su sangre.
Ignacio Matusalén miró al suelo, donde Luz permanecía sentada sin quitarle ojo a su madre.
- ¿Y… a ella sola? –murmuró, sugiriendo algo que no se atrevía a sugerir- ¿Acogería su hermana a la pequeña Luz?
CAPÍTULO 2
- Feliz cumpleaños mi princesa.
- ¡Oh, Mami! ¡Gracias! –exclamó exultante mientras alargaba las manitas hacia el vestido amarillo de volantes, con pequeñas flores rosadas y azules bordadas a mano- ¡Es tan bonito!
- De nada mi amor… Póntelo, a ver cómo te queda.
Sin que se lo tuvieran que repetir dos veces, se deshizo rápidamente de la raída camiseta que llevaba y se dejó caer por la cabeza el pequeño vestido de tirantes que le alcanzaba hasta las rodillas.
- Qué linda estás…
- ¿De verdad, mami?
Segunda la observaba con orgullo de los pies descalzos a la cabeza coronada de trencitas.
- Eres la niña más hermosa de todo el Pacífico
Con la sonrisa de oreja a oreja y las manos en la cintura, giró sobre sí misma para hacer bailar al vestido y tras un par de vueltas abrazó a su madre sin dejar de reírse. Entonces se le ocurrió algo y dio un paso atrás.
- Mami ¿puedo ir donde la seño Gertrudis a verme en su espejo?
- Claro, mi niña. Anda, corre y que vea lo preciosa que estás.
La señora Gertrudis era una anciana viuda de ojos tristes y fantasmas en el recuerdo que adoraba a los niños, y en especial a Luz, a la que veía como a la nieta que sabía tenía pero nunca volvería a ver.
- ¡Seño Gertrudis! ¡Seño Gertrudis!
La reclamada asomó a su puerta y abrió los brazos de par en par, sonriendo con la mirada al descubrir frente a su casa una niña dando saltos de impaciencia con un vestido amarillo.
- ¿Pero quién es esta niña tan bella? –preguntó entrecerrando los párpados y tratando de agacharse
- ¡Soy yo! ¡Luz!
- ¡Dios mío, Luz. Que vestido tan bonito!
- ¿Me puedo ver en su espejo, seño Gertrudis? –preguntó la niña con incontenible ansiedad
- Claro hija, claro. Pasa –y se hizo a un lado cuando la pequeña ya se había colado como una lagartija camino del enorme espejo de cuerpo entero de su armario, famoso en todo Tumaco y muy solicitado en bodas, bautizos y funerales.
Cuando la señora llegó a su habitación, allí estaba Luz mirándose y remirándose. De frente, de espaldas, de lado, de medio lado.
- ¿Y quién te ha regalado ese vestidito?
- Mi mami –repuso ufana, sin dejar de contemplarse-. Hoy es mi cumpleaños.
- ¡No me digas! ¿Y cuántos años cumples?
- Siete –replicó levantando ambas manos escondiendo dos deditos.
- Huy, ya eres una mujercita
- ¿Le gusta? –preguntó, hipnotizada por su reflejo- Tiene florecitas ¿ve? –y se señaló a sí misma.
La anciana asintió benévola.
- Sin duda alguna… es el vestido más hermoso que he visto en toda mi vida.
- ¿A que sí? –respondió volteándose hacia la señora, y sin darle tiempo a contestar, echó a correr de nuevo hacia su casa dejando un “gracias seño Gertrudis” difuminándose en el aire tras una estela amarilla.
Recorrió los pocos metros que separaban ambas casas casi sin aliento, pensando sólo en darle de nuevo las gracias a su mamá por el regalo más hermoso del mundo.
La sorpresa la tuvo cuando, cruzando la puerta, la encontró sentada en la única silla de la pequeña casa, con los codos en las rodillas y el rostro hundido entre las manos.
- ¿Mami? ¿Estás bien?
Y al levantar ésta la cabeza, las lágrimas encharcadas en sus pupilas reflejaron la límpida luz de la mañana que entraba por la puerta.
- Sí, mi amor. Estoy bien...
- ¿Por qué lloras?
No contestó. Tan sólo se secó los ojos con el dorso de la mano, y tomando a su hija se la puso en las rodillas.
- Luz –dijo con voz suave, acariciándole la cabeza- ¿Recuerdas que te he hablado alguna vez de mi hermana María, la que vive en Barranquilla?
- ¿Tía María?
- Esa misma. ¿no te gustaría ir de vacaciones a su casa un tiempito?
- ¿Vacaciones? –preguntó la pequeña, sin acabar de entender demasiado el concepto.
- Sí, nos iremos de viaje. Pasado mañana.
- ¿Pasado mañana? Pero…
- Iremos en bus –apuntó alzando las cejas.
- ¡En bus! –exclamó emocionada. Nunca había subido en autobús, aunque alguna vez los había visto pasar repletos de personas que iban de aquí a allá, fantaseando de lejos con que alguna vez ella también subiría en uno-. ¡Oh, mami! –y se lanzó en sus brazos incapaz de contener ella sola tanto gozo en su pecho.
Esta vez no vio como las lágrimas se derramaban de nuevo por la oscura y tersa piel del rostro de su madre.
Dos días más tarde, tal y como le había anunciado su madre, guardaron sus pocas pertenencias en una bolsa de arpillera y subieron a un atestado autobús camino a San Juan de Pasto. El entusiasmo inicial de Luz había dejado paso a una tibia decepción, al descubrir que el interior de aquel vehículo estaba lejos de la difusa perspectiva que se había creado, y que engalanarse con su pantaloncito y su blusa verde con encajes había sido un gesto tan exagerado como inadvertido.
Ambas iban de pie, estrujadas entre hombres y mujeres cargados con bultos, gallinas y bebés. El saco con sus ropas iba en el techo, supuestamente a cubierto de la lluvia que azotaba las ventanillas, mientras Luz apretaba contra su pecho una gastada maletita roja que meses atrás encontró olvidada a la orilla de un camino y en la que guardaba sus más queridas pertenencias: un caballito de plástico de larga cabellera azul, un cuaderno usado en el que resistían pequeños espacios sin garabatear y, por supuesto, su vestido amarillo.
Tardaron más de nueve horas en recorrer los escasos trescientos kilómetros de caminos infames hasta alcanzar el asfalto, e iniciar el pronunciado ascenso que las llevaba a la fría y plomiza ciudad de Pasto.
Llegaron ya entrada la noche, y un frío tenaz circulaba libremente entre las ventanillas que no se podían cerrar o que simplemente carecían de cristales. La terminal donde las dejó el autobús a las afueras de la ciudad era intrincada y oscura. Por primera vez Luz llegaba a un lugar como aquel, y no le gustó.
Trataron de hacerse con un boleto para esa misma noche que las llevara a Medellín, con la intención de ahorrarse así la noche en la terminal de autobuses. Pero una taquillera hosca que arrastraba las palabras y había decidido eliminar la letra erre de su vocabulario, estudió a madre e hija por un momento y les informó que ea peligoso viaja de noche, y el póximo autobús pa Medellín no salía hasta las seis y cuato del día siguiente. No les quedó otra que arrebujarse en una esquina poniéndose encima todo lo que llevaban en la bolsa, y esperar a que el sereno de la sierra fuera piadoso con ellas.
A eso de las siete de la mañana, Luz descubrió que era pobre.
Sentada ya en las faldas de su madre, en el autobús que esa escarchada mañana debía conducirlas a Medellín, no podía dejar de mirar las mustias aunque sólidas casas de ladrillo y verja que almenaban la carretera, o los relucientes automóviles con los que se cruzaban y que poco tenían que ver con las humeantes chatarras que alguna vez se dejaban caer por Tumaco. Incluso en la misma terminal, se hizo patente que no era lo mismo un Autobús Ejecutivo Pullman de enormes ventanales y asientos acolchados, que aquella renqueante chiva que hedía a caldo de pollo y humanidad en salsa.
De cualquier modo, para Luz no dejaba de ser una aventura de las de nariz pegada a ventanilla, y vino a su memoria una frase que una vez le había leído Ignacio Matusalén de un libro que cuidaba como a su dentadura y que hablaba de un tiempo en que el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y, para mencionarlas, había que señalarlas con el dedo. Del mismo modo, cada pocos instantes Luz clavaba su pequeño dedo moreno en el rayado cristal llena de asombro y maravilla.
-¡Mami, mira! –gritaba entonces, zarandeando a la pobre Segunda que había pasado la noche en vela con un ojo abierto -¿Qué es eso?
La aludida, somnolienta, apenas giraba la cabeza, y las veces que ella tampoco sabía, que no eran pocas, se inventaba una palabra y rebautizaba sin empacho un sidecar como motocoja, o una avioneta fumigadora como llueveavión. Y antes de llegar a Popayán, ya dormía tan profundamente que ni se enteró del momento en que se detuvieron en Cali o cuando hubo que cambiar rueda a la altura de Cartago. Luz, sin embargo, permaneció las quince horas de viaje descubriendo un nuevo mundo de hombres y mujeres de tez clara, pesadas nubes ensartadas por ásperas montañas erizadas de bosques, o ciudades interminables hormigueadas de carros, buses y una miseria que desconocía triste y desengañada, reflejada en las pupilas de los niños que con su misma edad, subían a la chiva vendiendo chicles y maníes con el alma a trocitos en bolsitas de a peso.
Y allí, en Medellín, tuvieron que pasar de nuevo la noche en una sucia esquina de la terminal, para el día siguiente tomar el último bus del agotador peregrinaje que debía llevarlas a Barranquilla.
domingo, 15 de marzo de 2009
GUINEA
El encuentro
Conocí a Blanca Idoia una calurosa noche de Agosto. Éramos dos extraños en el bar de un marchito hotel que había visto tiempos mejores; yo estaba de paso y ella había ido a tomarse una copa mientras en un arrinconado tocadiscos Julie London susurraba Cry me a river con la melancolía agarrada a la garganta. Me acerqué a la barra y la invité a otro de lo que estuviera tomando, pero apenas me dedicó una inclinación de cabeza sin llegar a girarse y siguió con la mirada perdida en las botellas de las estanterías. Observando su reflejo con disimulo en el espejo que ambos teníamos enfrente descubrí que se trataba una mujer joven y atractiva, de pelo rubio cortado a la altura de los hombros y unos ojos castaños que emanaban un dolor extraño y lejano que parecía buscar algo más allá de las paredes de aquel bar. Estábamos sentados en sendos taburetes a escasamente dos palmos el uno del otro, pero en realidad ella deambulaba muy lejos en el tiempo y la memoria, y yo era como un naufrago viéndola alejarse como a una vela sobre el horizonte.
Resignado, apuré mi cerveza ante la mirada compasiva del camarero, dejé un par de billetes sobre la barra y en silencio, me levanté de mi asiento.
- Gracias por la copa –murmuró entonces, con voz cansada.
Sorprendido, me volteé y vi sus ojos en el espejo clavados en mí.
- De nada –repuse ofreciéndole la mano- Me llamo Fernando.
Ella giró en su taburete, y tras estudiarme por unos segundos con el mismo hastío que parecía impregnar cada una de sus acciones estrechó mi mano con indiferencia.
- Yo soy Blanca –se presentó, y como si de un ritual a completar se tratara me preguntó de dónde era.
- De Barcelona -contesté
- ¿Y qué te trae por aquí?
- Yo iba a hacerte la misma pregunta.
Guardó silencio parpadeando un par de veces, amagando con dejar ahí la conversación
- Soy escritor... –claudiqué, temiendo que me diera la espalda de nuevo-. He venido a buscar ideas para una nueva novela.
- ¿Escritor? –repitió con súbito interés
- Pues... sí.
- Un novelista... en busca de su novela –masculló girándose de nuevo hacia la barra, esbozando una sonrisa amarga mientras se llevaba el vaso a la boca- ¿Te gustaría escuchar una buena historia ...una historia auténtica, para tu libro?
- Claro –afirmé sinceramente, acomodando el codo en la barra.
- Pues escúchame con atención –dijo, acercando mucho su rostro al mío y bajando la voz-, porque te voy a contar algo que sucedió no hace mucho en el corazón de África. Una increíble odisea de valor, amor, odio, de... –se quedó en silencio, de nuevo con la mirada perdida y la inacabada frase suspendida en el limbo de las palabras que se resisten a ser compartidas-. Una historia real –concluyó tomándome la mano-, que a veces parece dejar de serlo. Voy a contarte mi historia.
Y ella me contó su historia. La más extraordinaria que he oído jamás.
Yo me he limitado a transcribirla palabra por palabra, tal y como ella me la narró. Tan solo he sido el simple e hipnotizado taquígrafo de este increíble relato. Un eslabón, del mismo modo que usted, cuando llegue a la última página de este libro, puede que se convierta en otro eslabón de esa misma cadena.
Un paso adelante por un incierto camino, que sólo el tiempo revelará dónde nos acaba llevando.
Capítulo 1
-¡Doña Margarita! ¡Ya estoy de vuelta! –exclamé, abriendo la puerta de madera pintada azul cielo.
-¿Doña Margarita? –inquirí, al no escuchar la acostumbrada bienvenida.
Dejé mi pequeña mochila en el suelo asomándome a la cocina, confiada en encontrarla como cada día enfrascada en sus guisos y fritangas de pescado.
- ¿Doña Margarita? –pregunté de nuevo, algo más intrigada al no encontrarla allí por primera vez en casi dos meses- ¿Dónde está?
Me asomé al retrete, apartado unos metros de la casa y decorado como siempre con la peluda tarántula instalada en la blanca pared a la que familiarmente había bautizado como Matilde. Luego miré en el pequeño huerto de la parte de atrás y regresé a la casa, entrando en la única estancia en la que no había mirado.
Y allí estaba, en penumbras, desmadejada sobre la cama, con su viejo camisón de dormir pegado al cuerpo por el sudor que también se extendía como una mancha por las sábanas.
Alarmada, abrí la ventana y miles de gotitas de sudor que perlaban su piel oscura reflejaron la luz de la tarde, y los ojos de la mujer se entreabrieron en un esfuerzo sobrehumano para un cuerpo tan delgado y cansado de demasiados años difíciles.
- Blanca... –apenas logró articular
- Sí, doña Margarita. Aquí estoy –repuse tomándole la mano, tratando de mantener la calma- ¿...Qué le sucede?
La anciana trató de esbozar una sonrisa, pero el dolor le impidió terminar el gesto.
- Me muero... –gimoteó.
- ¡De ningún modo! ¡No diga eso! –protesté sin pensar- Enseguida la subo al jeep y la llevo al hospital de Malabo –le puse la mano en la frente para comprobar la temperatura, y tuve que morderme el labio para no componer una mueca de horror al advertir que estaba ardiendo de fiebre.
- Está sufriendo un ataque de malaria. Le bajaré la temperatura en la ducha y luego nos vamos corriendo al hospital.
La tomé en brazos, sorprendiéndome lo ligera que resultaba. Era como cargar una niña. Siempre la había visto muy flaca, pero al percibir bajo su camisón el tacto de su columna y sus costillas sobresaliendo de la piel, fui consciente de lo enfermizo de su delgadez.
- No se preocupe doña Margarita, se va a poner bien –me decía a mi misma más que a ella, mientras la señora se dejaba llevar como un pajarillo agonizante.
La metí en la ducha, y estúpidamente giré la llave del agua. Hacía décadas que ya no había agua corriente en el país, y menos allí, en un pequeño pueblo de pescadores. Dejé a la señora sentada en el suelo de la ducha, casi incapaz de mantenerse erguida apoyándose en la pared, mientras me acercaba al enorme bidón de plástico azul donde almacenábamos el agua y, tomando un pequeño barreño del suelo lo llené y empecé a dejársela caer delicadamente sobre la cabeza y el cuerpo, en un intento que intuía inútil por hacerle descender la fiebre algún grado.
La pobre mujer emitía débiles quejidos, pero era incapaz de articular palabra alguna o realizar el menor movimiento, dejándose hacer, quizá consciente de que su vida ya no se hallaba en sus manos.
No sabría decir cuanto tiempo estuvimos así. Ella derrumbada en el suelo de la ducha, y yo tratando de refrescarla desesperadamente bajo la tenue luz de un quinqué, colgado de una también inútil lámpara de pared; pues hacía mucho que allí tampoco llegaba la luz eléctrica. Finalmente, viendo que no conseguía nada con aquel patético barreño de agua tibia decidí llevarla, poniéndole tan sólo una bata encima, al hospital de Malabo, a un par de horas de distancia por una infame carretera.
La cargué como pude en el asiento trasero del Defender blanco con la pegatina azul de UNICEF y apreté el acelerador, sabedora de que cada minuto que perdiera en la carretera podía ser vital para la supervivencia de la pobre mujer que agonizaba en el asiento de atrás. Tomé la carretera que parte desde Luba bordeando la costa oeste de la isla, mientras el sol se hundía en las aguas del Golfo de Guinea y a lo lejos se comenzaba a intuir el resplandor de las innumerables plataformas petrolíferas que habían brotado del mar en los últimos años, como sucias velas de un cumpleaños que nadie puede celebrar.
La carretera era extremadamente solitaria, y las luces del vehículo se hacían cada vez más imprescindibles para seguir la sinuosa carretera o esquivar algún animal que hubiera decidido dormitar en medio de la misma. Los neumáticos del todoterreno chirriaban en las curvas asfaltadas, y en las que no, derrapaba peligrosamente, estando a punto un par de veces de salirme de la carretera. Y la anciana hacía rato que había dejado de lamentarse, lo que no sabía si era una buena señal.
De pronto, vi la luz de una linterna a un lado de la carretera apuntándome directamente, y los faros del auto descubrieron un tronco cruzado en mitad de la calzada. Rápidamente intuí que era un asalto, un control militar, o ambas cosas al mismo tiempo, que suele ser lo habitual.
Frené el vehículo junto a la luz que no dejaba de deslumbrarme, consciente que ni con el todo terreno habría sido capaz de salvar el obstáculo del tronco.
- ¡Déjenme pasar! –grité desde la ventanilla- ¡Llevo a una señora muy enferma!
La persona que manejaba la linterna no contestó, se limitó a enfocar al interior del vehículo, donde doña Margarita temblaba encogida en el asiento.
- Documentación –dijo una voz autoritaria sin identificarse, pero que intuí como la de un militar o un policía.
- ¡Por favor! –insistí- ¡No hay tiempo para eso!¿No ve que la señora se está muriendo?
- Documentación –repitió la voz, esta vez en un tono más apremiante.
- ¡Joder! ¡Me cago en la puta! ¡Aquí tiene mi jodida documentación! –y al realizar el gesto maquinal de ir a abrir la mochila que siempre dejaba en el asiento de al lado, descubrí con un vuelco al corazón que ésta aún debía estar junto a la entrada de la casa, donde la había dejado al llegar.
Miré hacia la luz, y consciente de la vida que estaba en mis manos decidí rebajar mi tono y tratar de salir de allí lo antes posible.
- Discúlpeme, al salir corriendo para ir al hospital he debido dejarme el pasaporte y los permisos en casa. No los tengo aquí.
- Bájese del vehículo –fue la áspera respuesta que obtuve.
- Vamos a ver... –murmuré, sin abrir aún la puerta del coche, tratando de solucionar aquella situación como fuera- Sé que debería llevar toda la documentación conmigo, y les pido disculpas por mi error, pero he de llegar al hospital de Malabo urgentemente, si no, esta señora morirá. Si quiere puedo dejarle mi reloj en garantía de que luego regresaré y le traeré todo lo que me pida; es un buen reloj de más de cien euros –dije al tiempo que me lo quitaba de la muñeca y se lo alargaba a través de la ventanilla.
Una mano me lo arrancó bruscamente de entre los dedos y lo enfocó con la linterna, revelando el extremo de una manga de color verde militar. Y de nuevo, la luz me volvió a enfocar directamente a los ojos.
- ¿Española? –preguntó la voz, casi como si fuera un insulto.
- Sí, española. Trabajo para la UNICEF realizando un estudio de campo sobre...
- Ya... –me interrumpió- española... ¿Y a dónde ha dicho que se dirige?
- ¡Al hospital de Malabo! ¡Ya se lo he dicho antes! –repuse sin poder contener la impaciencia.
El hombre de la linterna enfocó otra vez al asiento de atrás, luego al maletero, a las siglas del costado del jeep, y de nuevo a mis ojos.
- Está bien –dijo con un tono en el que intuí un deje de burla- Bájese del vehículo.
- Pero... –repliqué confusa- el reloj...
- Lo guardaremos como prueba –contestó sin disimular una risotada- Ahora baje del auto o la bajaré yo mismo.
- ¿Pero de que me acusa? ¿Por qué? ¿No ve que la señora necesita ayuda urgente?
En ese momento la puerta del vehículo se abrió violentamente, y un par de fuertes manos me arrancaron de mi asiento agarrándome del brazo y el pelo, lanzándome al suelo sin ningún miramiento.
Me golpeé con la puerta, y notaba como un hilillo de sangre caliente brotaba de mi frente mientras, tirada en el pavimento, no podía creer lo que estaba pasando.
- ¡Escúchenme! –alegué desesperada- ¡No saben ustedes lo que están haciendo! ¡Soy una representante de la UNICEF y ciudadana española! ¡Si me lastiman o me retienen ilegalmente, sus superiores les cortarán los huevos! ¡Entienden lo que les digo!
No sé si lo entendieron, pero la respuesta llegó en forma de carcajadas por parte de varios hombres que no se hallaban a la vista, e inesperadamente, surgida de la nada, una bota militar apareció desde las sombras golpeándome brutalmente en un costado de la cabeza. Y perdí el conocimiento.
lunes, 9 de marzo de 2009
La última cripta. Capítulo 1
Acababa de sacar la cabeza del agua, aún con el regulador en la boca, cuando oí a Jack gritándome al tiempo que se inclinaba sobre la proa del yate, agarrando con ambas manos el cabo del ancla.
- ¡Ulises! El ancla se ha enganchado otra vez. Baja un momento y suéltala, por favor.
Hice el gesto del okay con la mano derecha, mientras con la izquierda accionaba el purgador de aire del chaleco, y lentamente, volvía a sumergirme en las cálidas aguas de las que acababa de emerger.
Maldita sea –pensé mientras descendía–, esto no puede ser bueno. Cinco minutos haciendo una descompresión como Dios manda, y ahora, tengo que bajar de nuevo y subir a toda prisa por el puñetero ancla. Nunca he visto un ancla que se enganche tanto en mi vida, y cada día lo mismo. Hablaré con Jack: o el ancla o yo. No hay sitio suficiente para los dos en este barco.
Miré a mi alrededor hasta localizar el cabo, una tensa línea blanca que unía la oscura sombra del Martini´s Law con el arrecife, nueve metros mas abajo. Incliné el cuerpo hacia el fondo, y me impulsé con fuerza hacia el punto donde se adivinaba el final de la soga, deseoso de acabar cuanto antes.
Al cabo de un momento ya me encontraba junto al ancla, sobre una enorme masa de coral vivo que aún bajo la mortecina luz de una tarde tropical, filtrada por millones de litros de agua, aparecía en todo su esplendor con sus estructuras de pólipos de radiantes rojos, amarillos, blancos y morados de formas impensables. Sobre, bajo, y alrededor de él, infinidad de pequeños peces de un azul eléctrico único en la naturaleza, formando una nerviosa nube, nadaban rápida y desordenadamente sin sentirse intimidados por otros mucho mayores; como el pez cirujano, el pez loro, el pez trompeta, o ni tan solo por una enorme barracuda solitaria, que vagaba por el arrecife como lo haría un vaquero por su rancho viendo engordar al ganado y que, curiosa, como todas las de su especie, me observaba de perfil como quien no quiere la cosa.
Una erupción de burbujas resultado de una blasfemia, ascendió desde mi boquilla cuando comprobé que uno de los tres brazos del dichoso ancla, había atravesado inexplicablemente un pedazo de coral. Tiré con fuerza, pero entre las algas y la arena que estaba levantando, no veía con claridad por qué demonios no podía sacar algo que había entrado solo.
Me detuve un momento para comprobar la provisión de aire que me quedaba, tras cuarenta y cinco minutos guiando a los clientes y esta nueva inmersión: unas sesenta atmósferas. Calculé que a esa profundidad tendría unos tres minutos antes de llegar al límite de presión, a partir del cual, tendría que ir empezando a pensar en regresar a la superficie.
Impaciente, saqué el cuchillo de la funda de la pantorrilla, dispuesto a trocear el arrecife entero si resultaba necesario. Lo intenté clavar en la parte del coral que rodeaba el brazo del ancla, y me sorprendí de la dureza del mismo, así como, al verlo más de cerca, de su extraña forma. Parecía un anillo de coral con un agujero en medio de unos pocos centímetros de diámetro, por donde justamente, había ido a introducirse el brazo del ancla. Era algo que nunca antes había visto, y lamentaba tener que destruirlo para liberar esa estúpida ancla que tanto odiaba; pero no me quedaba más remedio, así que comencé a golpear el coral una y otra vez con toda la fuerza que era capaz de hacer bajo el agua.
¿Pero que diablos...? Me pregunté sobresaltado, al rebotarme el cuchillo con una aguda vibración.
Donde antes había coral, ahora aparecía una capa de sustancia verde y dura, constatando que, lo que había golpeado, era coral tan sólo en su superficie. El ancla se había enganchado en una argolla de hierro oxidado, recubierta por una rugosa capa de coral vivo.
Tardé unos segundos en asimilar lo que estaba viendo. Pero no me cupo duda, de que me encontraba ante una pieza construida por la mano del hombre, que a juzgar por la gruesa envoltura de coral que lo cubría, llevaba ahí abajo mucho tiempo. A lo mejor incluso –pensé-, resulta ser algo valioso.
Y súbitamente, caí en la cuenta de que me hallaba a nueve metros de profundidad, que el oxígeno se me acababa, y que el ancla aún se aferraba tozudamente al arrecife. Comprobé de nuevo la provisión de aire, esbozando una mueca al descubrir la aguja del manómetro señalando los números rojos. Tenía que hacer algo, y deprisa.
Si subía a la superficie sin haber soltado el ancla, me ganaría una bronca de Jack y seguidamente bajaría éste en persona, descubriendo, además, la misteriosa argolla de hierro. Pero, aunque con gran esfuerzo consiguiera liberarla, supondría tener que volver otro día a investigar, viéndome obligado a explicar lo que me traía entre manos para que mi jefe me trajera en el barco.
Miré la argolla, el ancla, el cabo, y finalmente, el cuchillo que llevaba en la mano derecha. Y una sonrisa maliciosa se me escapó bajo la máscara de buceo.
- Lo siento Jack, pero no he tenido otro remedio. Se me acababa el aire -explicaba, ya en cubierta, con un mal disimulado regocijo y el extremo serrado del cabo en una mano–. Pero no te preocupes, mañana mismo venimos un momento y yo mismo bajaré a buscarla, sé muy bien donde está.
- Si... ya sé lo mucho que querías a ese ancla. –repuso Jack con los brazos en jarra, intentando aceptar aún, que su ancla de mil dólares no estuviera con él en cubierta- Ya sé.
Apenas amaneció el día siguiente, ya esperaba ansioso en la cubierta del yate, en el embarcadero de Utila, indiferente a la fresca brisa del amanecer de esta isla caribeña del norte de Honduras. Oculto entre el equipo, había traído una bolsa con un martillo y una escarpa, que me apresuré a disimular bajo una toalla, junto a las botellas, y al llegar un soñoliento Jack encadenando bostezos apenas cruzamos una par de gruñidos como saludo y partimos inmediatamente.
Dejando tácitamente de lado todas las normas de seguridad en el buceo, me sumergí solo, en busca del ancla que el día anterior dejé abandonada en el arrecife, mientras mi jefe intentaba recuperar el sueño perdido en la borrachera de la noche anterior. No me costó ningún esfuerzo dar con ella, y sin perder tiempo, comencé a asestar golpes de escarpa al arrecife; luchando por descubrir lo que el coral escondía bajo su rugosa superficie. El esfuerzo resultaba considerable, pero tras liberar el ancla, comenzó a adivinarse que la anilla era parte de una pieza esférica de unos veinte centímetros de diámetro, que se prolongaba y ensanchaba a medida que rompía el coral que lo rodeaba. Poco a poco, fue tomando forma, hasta que tras un golpe seco la pieza se desprendió y quedó al descubierto. Para mi sorpresa, el artefacto en cuestión, de unos treinta centímetros de altura por algo menos de anchura, tenia la forma de una pequeña campana.
Con los mismos nervios que aquella vez que con doce años robé una chocolatina en un supermercado, escondí la pieza en una bolsa de tela que había traído en un bolsillo y ascendí con ella hasta el barco, hinchando bastante el chaleco de flotabilidad para compensar su sorprendente peso y, tras asegurarme que Jack no se encontraba a la vista en cubierta, até la bolsa bajo el agua a la escala de popa y volví a sumergirme. Ésta vez sí, me encargué del ancla, enganchándola a un globo de recuperación que llené de aire y que salió instantáneamente disparado hacia la apacible superficie, donde irrumpió súbitamente como una enorme medusa roja con problemas de aerofagia.
Yo emergí un minuto más tarde junto a la proa del barco, gritando a pleno pulmón, consciente de la resaca de mi jefe.
- ¡Vamos Jack! ¡Échame una mano!. ¡Joder, que es tu ancla!.
- No grites, que ya te oigo –rezongó, entrecerrando sus enrojecidos ojos mientras se asomaba por la borda.
Arrastré el globo hasta la escalerilla, y ayudé a Jack a subirlo junto con el ancla, pero incordiándolo tanto que, entre mis exclamaciones y su resaca, no habría visto la negra bolsa de tela atada a su barco aunque hubiera ocultado un piano.
En cuanto subí a bordo, arrancó motores y puso rumbo al embarcadero a toda velocidad, y yo aproveché para recobrar mi pequeño tesoro y esconderlo en el compartimiento de herramientas.
Recibía en el rostro el cálido aire con regusto a salitre, sentado a proa, feliz por haberme hecho con la pieza sin despertar sospechas, satisfecho con mi maquiavélica maniobra; pues fui yo el instigador de la soberbia borrachera de la noche anterior, consciente del estado en que amanecería el fornido californiano que me contrató seis meses atrás.
A medida que nos acercábamos a la isla, aparecían entre los altos cocoteros, los tejados herrumbrosos de las casas de madera pintadas de colores pastel que tanto me gustaban; muchas de las cuales, exhibían la bandera roja con franja blanca que los acreditaba como centros de buceo, pues estos se habían convertido en la principal actividad económica de esta pequeña isla de pescadores garífunas. Diez años atrás, cuando vine por primera vez, en Utila tan sólo existían dos de estos centros, amén de una calle, un bar, una cafetería, una rudimentaria discoteca y un solo automóvil que no tenía muchos sitios a donde ir. Hoy, sin embargo, tras correrse la voz de que el mayor arrecife coralino del hemisferio rodeaba la isla, miles de buceadores de todo el mundo venían cada año a zambullirse en sus aguas y, a pesar de que ello me permitía trabajar como instructor de submarinismo en un enclave paradisíaco, interiormente, añoraba la simplicidad perdida, en beneficio de una discutible prosperidad.
Comencé a bajar mi equipo del yate nada más atracar, y en cuanto me quedé sólo en el muelle, saqué la bolsa de tela de su escondite y aparentando despreocupación, la cargué al hombro hasta el bungalow donde me alojaba. Una vez allí, saqué la pieza de la funda y pude observarla por primera vez a la luz del día.
Las escasas porciones de metal que aparecían a la vista exhibían un sorprendente tono verdoso, y el resto era una capa de coral blanquecino adherido a su superficie que, aunque desfiguraba la silueta del misterioso objeto, no dejaba lugar a dudas de que se trataba de algún tipo de campana. El porqué la había encontrado incrustada en un arrecife de coral en pleno Caribe, resultaba en ese momento un desconcertante enigma.
Seis meses quizá no parezca mucho tiempo, pero yo no solía durar tanto trabajando en un mismo sitio. Llevaba ya varios años rodando de aquí para allá, ejerciendo como instructor de submarinismo la mayoría de las veces, pero sin hacerle ascos a nada en caso de necesidad. A una edad en que la mayoría ya tiene casa, coche, esposa y un par de mocosos; yo aún no me había establecido. Me había aficionado a viajar desde muy joven, y desde entonces, me había sido imposible concebir una vida diferente a la que llevaba en ese momento. No puedo negar que en ocasiones me asaltaban las dudas y me planteaba seriamente si tenía sentido lo que estaba haciendo; pero entonces, me acercaba a la playa, de la que nunca estaba lejos, y aspiraba profundamente el olor a mar, escuchando el suave batir de las olas y contemplando las hojas amarillentas de los cocoteros reflejar la deslumbrante luz del sol de los trópicos. La escena se repetía en diferentes lugares: Caribe, Mar Rojo, Zanzíbar o Tailandia, pero siempre llegaba a la misma conclusión. No cambiaría esta vida plena de belleza y emociones, ni por todas las casas con jardín y perro del mundo.
Utila ya se me estaba quedando pequeña y hacía días que andaba barruntando un cambio de aires, aprovechando que la temporada fuerte de buceo se acercaba a su fin, y no perjudicaría demasiado a Jack si lo dejaba sin uno de sus instructores. Por ello, no me costó mucho decidirme a tomar unas vacaciones en mi Barcelona natal, donde aprovecharía para visitar a los amigos, la familia, y de paso, averiguar algo más sobre mi intrigante descubrimiento.
Empaqué mis escasas pertenencias en la mochila, envolviendo con cuidado la pesada campana, consciente de que me vería obligado a pagar a la compañía aérea por exceso de peso y de que, si me pescaban en aduanas con una reliquia arqueológica, me podía pasar una buena temporada disfrutando de la célebre hospitalidad de las cárceles hondureñas. Pero aún bajo ese riesgo, mi determinación era firme y no me iba a echar atrás.
Lo que no podía llegar a imaginar en ese momento, mientras disimulaba la pieza entre mi equipo de buceo, eran todas las aventuras y peligros a los que me iba a abocar esa decisión.
domingo, 8 de marzo de 2009
La carta, en video
Aunque tengo que puntualizar que, en contra de lo que aparece en el video yo nunca he dicho que Obiang fuera del Opus, ni que estudiara en la Universidad de Navarra. Lo cierto, es que dudo mucho que esa información sea correcta.