Las tardes de mi infancia transcurrían entre historias de Salgari, London, Stevenson, Kipling, Conan Doyle y sobre todo, Julio Verne. Celebraba las ocasiones en que me ponía enfermo y no podía ir al colegio, no sólo por el hecho en sí –que ya era para estar contento-, si no, además, porque significaba que mi padre al regresar del trabajo, haría una parada en el quiosco y me compraría una fantástica historia ilustrada, en la que descubriría islas misteriosas, mundos perdidos, e iría a la luna y regresaría, a tiempo para merendar un pan con chocolate. Está claro, que no era consciente de las consecuencias que ello acarrearía con el paso de los años.
A medida que iba creciendo y mis compañeros de colegio comprendían poco a poco lo que les esperaba en el mundo de los adultos, y cómo adaptarse a él, yo seguía feliz, sumergido a veinte mil leguas bajo la superficie de la realidad, estudiando sólo lo imprescindible para aprobar, e importándome un auténtico comino las notas, las reprimendas, y la mayoría de las asignaturas.
Quizá, paradójicamente, la raíz del problema estuvo en que mis padres me enseñaron a leer antes que a caminar –y no, no es que fuera torpe-. Cuando el resto de los niños aprendían a juntar la “A” con la “U”, yo me llevaba a clase algo para leer y no aburrirme, lo cual significó que en mi más tierna infancia, cuando la mente es más porosa a cualquier influencia, un montón de señores que no conocía no hacían más que describirme lejanos y exóticos parajes; donde la aventura acechaba tras cada palmera, los malos eran malos y los buenos, héroes.
Resultaría mezquino que a mis cuarenta y pico primaveras, les echara la culpa a los libros de la desordenada vida que he llevado desde párvulos. Ya soy mayorcito, y la mayoría de mis reincidentes tropiezos y numerosas alegrías son mérito propio, pero mi curiosidad insobornable; la que me ha llevado a islas paradisíacas, tenebrosas junglas o infinitos desiertos, creo que se la debo a unos hombres y mujeres que, en su mayoría, dejaron buena parte de sí mismos impresa en las páginas de sus novelas y relatos.
Hoy escribo estas líneas sentado junto a la chimenea, en mi casa a las afueras de Barcelona, mientras una pareja de tórtolas se arrulla frente a la ventana y una imponente nube negra se acerca por el oeste anunciando tormenta para esta tarde. Hace casi cinco años que La última cripta, mi primera novela, salió a la venta, y ya estoy embarcado en el viaje que significa escribir la quinta. Un viaje imaginario que aún no sé dónde me puede acabar llevando, mientras otros viajes a tierras y personas extrañas suceden paralelamente, acumulando experiencias que alimentan el viaje literario aún por escribir. Un viaje, dentro de otro viaje. Un libro, dentro de otro libro. Una vida, que acoge muchas otras.
Mi primera obra, Corazón Maya, que nunca se publicó, relataba uno de mis primeros viajes y desde entonces, el hecho de escribir ha ido indisolublemente unido al placer de explorar nuevos horizontes, tratando de evocar en los negros trazos de cada página; lugares que para siempre quedarán grabados en mi retina; hombres y mujeres inolvidables; o sentimientos que han forjado al hombre que soy, para bien o para mal. Han pasado ya muchos años desde que emprendí mis correrías por el mundo, pero antes incluso, ya lo había hecho caminando entre las páginas de aquellos viejos libros de aventuras, que inevitablemente han pasado a ser parte de mí.
Ahora espero que, algún día, alguien lea uno de mis libros y se encienda en él o ella, la llama de la curiosidad y el deseo de descubrir que hay más allá del horizonte. Y a ese lector -quizá usted mismo-, que se llevará consigo parte de mí y de los que previamente me moldearon con sus historias maravillosas, le deseo, de todo corazón, el mejor de los viajes.
Fernando Gamboa
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