lunes, 9 de marzo de 2009

La última cripta. Capítulo 1




Acababa de sacar la cabeza del agua, aún con el regulador en la boca, cuando oí a Jack gritándome al tiempo que se inclinaba sobre la proa del yate, agarrando con ambas manos el cabo del ancla.
- ¡Ulises! El ancla se ha enganchado otra vez. Baja un momento y suéltala, por favor.
Hice el gesto del okay con la mano derecha, mientras con la izquierda accionaba el purgador de aire del chaleco, y lentamente, volvía a sumergirme en las cálidas aguas de las que acababa de emerger.
Maldita sea –pensé mientras descendía–, esto no puede ser bueno. Cinco minutos haciendo una descompresión como Dios manda, y ahora, tengo que bajar de nuevo y subir a toda prisa por el puñetero ancla. Nunca he visto un ancla que se enganche tanto en mi vida, y cada día lo mismo. Hablaré con Jack: o el ancla o yo. No hay sitio suficiente para los dos en este barco.
Miré a mi alrededor hasta localizar el cabo, una tensa línea blanca que unía la oscura sombra del Martini´s Law con el arrecife, nueve metros mas abajo. Incliné el cuerpo hacia el fondo, y me impulsé con fuerza hacia el punto donde se adivinaba el final de la soga, deseoso de acabar cuanto antes.
Al cabo de un momento ya me encontraba junto al ancla, sobre una enorme masa de coral vivo que aún bajo la mortecina luz de una tarde tropical, filtrada por millones de litros de agua, aparecía en todo su esplendor con sus estructuras de pólipos de radiantes rojos, amarillos, blancos y morados de formas impensables. Sobre, bajo, y alrededor de él, infinidad de pequeños peces de un azul eléctrico único en la naturaleza, formando una nerviosa nube, nadaban rápida y desordenadamente sin sentirse intimidados por otros mucho mayores; como el pez cirujano, el pez loro, el pez trompeta, o ni tan solo por una enorme barracuda solitaria, que vagaba por el arrecife como lo haría un vaquero por su rancho viendo engordar al ganado y que, curiosa, como todas las de su especie, me observaba de perfil como quien no quiere la cosa.
Una erupción de burbujas resultado de una blasfemia, ascendió desde mi boquilla cuando comprobé que uno de los tres brazos del dichoso ancla, había atravesado inexplicablemente un pedazo de coral. Tiré con fuerza, pero entre las algas y la arena que estaba levantando, no veía con claridad por qué demonios no podía sacar algo que había entrado solo.
Me detuve un momento para comprobar la provisión de aire que me quedaba, tras cuarenta y cinco minutos guiando a los clientes y esta nueva inmersión: unas sesenta atmósferas. Calculé que a esa profundidad tendría unos tres minutos antes de llegar al límite de presión, a partir del cual, tendría que ir empezando a pensar en regresar a la superficie.
Impaciente, saqué el cuchillo de la funda de la pantorrilla, dispuesto a trocear el arrecife entero si resultaba necesario. Lo intenté clavar en la parte del coral que rodeaba el brazo del ancla, y me sorprendí de la dureza del mismo, así como, al verlo más de cerca, de su extraña forma. Parecía un anillo de coral con un agujero en medio de unos pocos centímetros de diámetro, por donde justamente, había ido a introducirse el brazo del ancla. Era algo que nunca antes había visto, y lamentaba tener que destruirlo para liberar esa estúpida ancla que tanto odiaba; pero no me quedaba más remedio, así que comencé a golpear el coral una y otra vez con toda la fuerza que era capaz de hacer bajo el agua.
¿Pero que diablos...? Me pregunté sobresaltado, al rebotarme el cuchillo con una aguda vibración.
Donde antes había coral, ahora aparecía una capa de sustancia verde y dura, constatando que, lo que había golpeado, era coral tan sólo en su superficie. El ancla se había enganchado en una argolla de hierro oxidado, recubierta por una rugosa capa de coral vivo.
Tardé unos segundos en asimilar lo que estaba viendo. Pero no me cupo duda, de que me encontraba ante una pieza construida por la mano del hombre, que a juzgar por la gruesa envoltura de coral que lo cubría, llevaba ahí abajo mucho tiempo. A lo mejor incluso –pensé-, resulta ser algo valioso.
Y súbitamente, caí en la cuenta de que me hallaba a nueve metros de profundidad, que el oxígeno se me acababa, y que el ancla aún se aferraba tozudamente al arrecife. Comprobé de nuevo la provisión de aire, esbozando una mueca al descubrir la aguja del manómetro señalando los números rojos. Tenía que hacer algo, y deprisa.
Si subía a la superficie sin haber soltado el ancla, me ganaría una bronca de Jack y seguidamente bajaría éste en persona, descubriendo, además, la misteriosa argolla de hierro. Pero, aunque con gran esfuerzo consiguiera liberarla, supondría tener que volver otro día a investigar, viéndome obligado a explicar lo que me traía entre manos para que mi jefe me trajera en el barco.
Miré la argolla, el ancla, el cabo, y finalmente, el cuchillo que llevaba en la mano derecha. Y una sonrisa maliciosa se me escapó bajo la máscara de buceo.


- Lo siento Jack, pero no he tenido otro remedio. Se me acababa el aire -explicaba, ya en cubierta, con un mal disimulado regocijo y el extremo serrado del cabo en una mano–. Pero no te preocupes, mañana mismo venimos un momento y yo mismo bajaré a buscarla, sé muy bien donde está.
- Si... ya sé lo mucho que querías a ese ancla. –repuso Jack con los brazos en jarra, intentando aceptar aún, que su ancla de mil dólares no estuviera con él en cubierta- Ya sé.



Apenas amaneció el día siguiente, ya esperaba ansioso en la cubierta del yate, en el embarcadero de Utila, indiferente a la fresca brisa del amanecer de esta isla caribeña del norte de Honduras. Oculto entre el equipo, había traído una bolsa con un martillo y una escarpa, que me apresuré a disimular bajo una toalla, junto a las botellas, y al llegar un soñoliento Jack encadenando bostezos apenas cruzamos una par de gruñidos como saludo y partimos inmediatamente.
Dejando tácitamente de lado todas las normas de seguridad en el buceo, me sumergí solo, en busca del ancla que el día anterior dejé abandonada en el arrecife, mientras mi jefe intentaba recuperar el sueño perdido en la borrachera de la noche anterior. No me costó ningún esfuerzo dar con ella, y sin perder tiempo, comencé a asestar golpes de escarpa al arrecife; luchando por descubrir lo que el coral escondía bajo su rugosa superficie. El esfuerzo resultaba considerable, pero tras liberar el ancla, comenzó a adivinarse que la anilla era parte de una pieza esférica de unos veinte centímetros de diámetro, que se prolongaba y ensanchaba a medida que rompía el coral que lo rodeaba. Poco a poco, fue tomando forma, hasta que tras un golpe seco la pieza se desprendió y quedó al descubierto. Para mi sorpresa, el artefacto en cuestión, de unos treinta centímetros de altura por algo menos de anchura, tenia la forma de una pequeña campana.
Con los mismos nervios que aquella vez que con doce años robé una chocolatina en un supermercado, escondí la pieza en una bolsa de tela que había traído en un bolsillo y ascendí con ella hasta el barco, hinchando bastante el chaleco de flotabilidad para compensar su sorprendente peso y, tras asegurarme que Jack no se encontraba a la vista en cubierta, até la bolsa bajo el agua a la escala de popa y volví a sumergirme. Ésta vez sí, me encargué del ancla, enganchándola a un globo de recuperación que llené de aire y que salió instantáneamente disparado hacia la apacible superficie, donde irrumpió súbitamente como una enorme medusa roja con problemas de aerofagia.
Yo emergí un minuto más tarde junto a la proa del barco, gritando a pleno pulmón, consciente de la resaca de mi jefe.
- ¡Vamos Jack! ¡Échame una mano!. ¡Joder, que es tu ancla!.
- No grites, que ya te oigo –rezongó, entrecerrando sus enrojecidos ojos mientras se asomaba por la borda.
Arrastré el globo hasta la escalerilla, y ayudé a Jack a subirlo junto con el ancla, pero incordiándolo tanto que, entre mis exclamaciones y su resaca, no habría visto la negra bolsa de tela atada a su barco aunque hubiera ocultado un piano.
En cuanto subí a bordo, arrancó motores y puso rumbo al embarcadero a toda velocidad, y yo aproveché para recobrar mi pequeño tesoro y esconderlo en el compartimiento de herramientas.
Recibía en el rostro el cálido aire con regusto a salitre, sentado a proa, feliz por haberme hecho con la pieza sin despertar sospechas, satisfecho con mi maquiavélica maniobra; pues fui yo el instigador de la soberbia borrachera de la noche anterior, consciente del estado en que amanecería el fornido californiano que me contrató seis meses atrás.
A medida que nos acercábamos a la isla, aparecían entre los altos cocoteros, los tejados herrumbrosos de las casas de madera pintadas de colores pastel que tanto me gustaban; muchas de las cuales, exhibían la bandera roja con franja blanca que los acreditaba como centros de buceo, pues estos se habían convertido en la principal actividad económica de esta pequeña isla de pescadores garífunas. Diez años atrás, cuando vine por primera vez, en Utila tan sólo existían dos de estos centros, amén de una calle, un bar, una cafetería, una rudimentaria discoteca y un solo automóvil que no tenía muchos sitios a donde ir. Hoy, sin embargo, tras correrse la voz de que el mayor arrecife coralino del hemisferio rodeaba la isla, miles de buceadores de todo el mundo venían cada año a zambullirse en sus aguas y, a pesar de que ello me permitía trabajar como instructor de submarinismo en un enclave paradisíaco, interiormente, añoraba la simplicidad perdida, en beneficio de una discutible prosperidad.
Comencé a bajar mi equipo del yate nada más atracar, y en cuanto me quedé sólo en el muelle, saqué la bolsa de tela de su escondite y aparentando despreocupación, la cargué al hombro hasta el bungalow donde me alojaba. Una vez allí, saqué la pieza de la funda y pude observarla por primera vez a la luz del día.
Las escasas porciones de metal que aparecían a la vista exhibían un sorprendente tono verdoso, y el resto era una capa de coral blanquecino adherido a su superficie que, aunque desfiguraba la silueta del misterioso objeto, no dejaba lugar a dudas de que se trataba de algún tipo de campana. El porqué la había encontrado incrustada en un arrecife de coral en pleno Caribe, resultaba en ese momento un desconcertante enigma.



Seis meses quizá no parezca mucho tiempo, pero yo no solía durar tanto trabajando en un mismo sitio. Llevaba ya varios años rodando de aquí para allá, ejerciendo como instructor de submarinismo la mayoría de las veces, pero sin hacerle ascos a nada en caso de necesidad. A una edad en que la mayoría ya tiene casa, coche, esposa y un par de mocosos; yo aún no me había establecido. Me había aficionado a viajar desde muy joven, y desde entonces, me había sido imposible concebir una vida diferente a la que llevaba en ese momento. No puedo negar que en ocasiones me asaltaban las dudas y me planteaba seriamente si tenía sentido lo que estaba haciendo; pero entonces, me acercaba a la playa, de la que nunca estaba lejos, y aspiraba profundamente el olor a mar, escuchando el suave batir de las olas y contemplando las hojas amarillentas de los cocoteros reflejar la deslumbrante luz del sol de los trópicos. La escena se repetía en diferentes lugares: Caribe, Mar Rojo, Zanzíbar o Tailandia, pero siempre llegaba a la misma conclusión. No cambiaría esta vida plena de belleza y emociones, ni por todas las casas con jardín y perro del mundo.

Utila ya se me estaba quedando pequeña y hacía días que andaba barruntando un cambio de aires, aprovechando que la temporada fuerte de buceo se acercaba a su fin, y no perjudicaría demasiado a Jack si lo dejaba sin uno de sus instructores. Por ello, no me costó mucho decidirme a tomar unas vacaciones en mi Barcelona natal, donde aprovecharía para visitar a los amigos, la familia, y de paso, averiguar algo más sobre mi intrigante descubrimiento.
Empaqué mis escasas pertenencias en la mochila, envolviendo con cuidado la pesada campana, consciente de que me vería obligado a pagar a la compañía aérea por exceso de peso y de que, si me pescaban en aduanas con una reliquia arqueológica, me podía pasar una buena temporada disfrutando de la célebre hospitalidad de las cárceles hondureñas. Pero aún bajo ese riesgo, mi determinación era firme y no me iba a echar atrás.
Lo que no podía llegar a imaginar en ese momento, mientras disimulaba la pieza entre mi equipo de buceo, eran todas las aventuras y peligros a los que me iba a abocar esa decisión.

3 comentarios:

  1. Gracias Fernando por tu novela La Última Cripta. He disfrutado como un aventurero, ha sido muy gratificante y refrescante. La casualidad me llevó a comprarla hace una semana y el domingo adquirí Guinea, esta noche empiezo con ella.
    No sé si algún lector te lo habrá comentado, pero ¿has pensado en una segundo parte?

    Recibe un cordial saludo.

    Miguel Adolfo.

    bernalguirao@yahoo.es

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  2. Acabo de leer tu novela y me ha encantado.

    Por cierto, lo de la segunda parte no me parece mala idea.

    Un saludo

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  3. Pues sí. A mi tampoco me pareció mala idea, por eso estoy en ello ;-)
    Un abrazo

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