domingo, 15 de marzo de 2009

GUINEA


El encuentro



Conocí a Blanca Idoia una calurosa noche de Agosto. Éramos dos extraños en el bar de un marchito hotel que había visto tiempos mejores; yo estaba de paso y ella había ido a tomarse una copa mientras en un arrinconado tocadiscos Julie London susurraba Cry me a river con la melancolía agarrada a la garganta. Me acerqué a la barra y la invité a otro de lo que estuviera tomando, pero apenas me dedicó una inclinación de cabeza sin llegar a girarse y siguió con la mirada perdida en las botellas de las estanterías. Observando su reflejo con disimulo en el espejo que ambos teníamos enfrente descubrí que se trataba una mujer joven y atractiva, de pelo rubio cortado a la altura de los hombros y unos ojos castaños que emanaban un dolor extraño y lejano que parecía buscar algo más allá de las paredes de aquel bar. Estábamos sentados en sendos taburetes a escasamente dos palmos el uno del otro, pero en realidad ella deambulaba muy lejos en el tiempo y la memoria, y yo era como un naufrago viéndola alejarse como a una vela sobre el horizonte.
Resignado, apuré mi cerveza ante la mirada compasiva del camarero, dejé un par de billetes sobre la barra y en silencio, me levanté de mi asiento.
- Gracias por la copa –murmuró entonces, con voz cansada.
Sorprendido, me volteé y vi sus ojos en el espejo clavados en mí.
- De nada –repuse ofreciéndole la mano- Me llamo Fernando.
Ella giró en su taburete, y tras estudiarme por unos segundos con el mismo hastío que parecía impregnar cada una de sus acciones estrechó mi mano con indiferencia.
- Yo soy Blanca –se presentó, y como si de un ritual a completar se tratara me preguntó de dónde era.
- De Barcelona -contesté
- ¿Y qué te trae por aquí?
- Yo iba a hacerte la misma pregunta.
Guardó silencio parpadeando un par de veces, amagando con dejar ahí la conversación
- Soy escritor... –claudiqué, temiendo que me diera la espalda de nuevo-. He venido a buscar ideas para una nueva novela.
- ¿Escritor? –repitió con súbito interés
- Pues... sí.
- Un novelista... en busca de su novela –masculló girándose de nuevo hacia la barra, esbozando una sonrisa amarga mientras se llevaba el vaso a la boca- ¿Te gustaría escuchar una buena historia ...una historia auténtica, para tu libro?
- Claro –afirmé sinceramente, acomodando el codo en la barra.
- Pues escúchame con atención –dijo, acercando mucho su rostro al mío y bajando la voz-, porque te voy a contar algo que sucedió no hace mucho en el corazón de África. Una increíble odisea de valor, amor, odio, de... –se quedó en silencio, de nuevo con la mirada perdida y la inacabada frase suspendida en el limbo de las palabras que se resisten a ser compartidas-. Una historia real –concluyó tomándome la mano-, que a veces parece dejar de serlo. Voy a contarte mi historia.
Y ella me contó su historia. La más extraordinaria que he oído jamás.

Yo me he limitado a transcribirla palabra por palabra, tal y como ella me la narró. Tan solo he sido el simple e hipnotizado taquígrafo de este increíble relato. Un eslabón, del mismo modo que usted, cuando llegue a la última página de este libro, puede que se convierta en otro eslabón de esa misma cadena.
Un paso adelante por un incierto camino, que sólo el tiempo revelará dónde nos acaba llevando.





Capítulo 1



-¡Doña Margarita! ¡Ya estoy de vuelta! –exclamé, abriendo la puerta de madera pintada azul cielo.
-¿Doña Margarita? –inquirí, al no escuchar la acostumbrada bienvenida.
Dejé mi pequeña mochila en el suelo asomándome a la cocina, confiada en encontrarla como cada día enfrascada en sus guisos y fritangas de pescado.
- ¿Doña Margarita? –pregunté de nuevo, algo más intrigada al no encontrarla allí por primera vez en casi dos meses- ¿Dónde está?
Me asomé al retrete, apartado unos metros de la casa y decorado como siempre con la peluda tarántula instalada en la blanca pared a la que familiarmente había bautizado como Matilde. Luego miré en el pequeño huerto de la parte de atrás y regresé a la casa, entrando en la única estancia en la que no había mirado.
Y allí estaba, en penumbras, desmadejada sobre la cama, con su viejo camisón de dormir pegado al cuerpo por el sudor que también se extendía como una mancha por las sábanas.
Alarmada, abrí la ventana y miles de gotitas de sudor que perlaban su piel oscura reflejaron la luz de la tarde, y los ojos de la mujer se entreabrieron en un esfuerzo sobrehumano para un cuerpo tan delgado y cansado de demasiados años difíciles.
- Blanca... –apenas logró articular
- Sí, doña Margarita. Aquí estoy –repuse tomándole la mano, tratando de mantener la calma- ¿...Qué le sucede?
La anciana trató de esbozar una sonrisa, pero el dolor le impidió terminar el gesto.
- Me muero... –gimoteó.
- ¡De ningún modo! ¡No diga eso! –protesté sin pensar- Enseguida la subo al jeep y la llevo al hospital de Malabo –le puse la mano en la frente para comprobar la temperatura, y tuve que morderme el labio para no componer una mueca de horror al advertir que estaba ardiendo de fiebre.
- Está sufriendo un ataque de malaria. Le bajaré la temperatura en la ducha y luego nos vamos corriendo al hospital.
La tomé en brazos, sorprendiéndome lo ligera que resultaba. Era como cargar una niña. Siempre la había visto muy flaca, pero al percibir bajo su camisón el tacto de su columna y sus costillas sobresaliendo de la piel, fui consciente de lo enfermizo de su delgadez.
- No se preocupe doña Margarita, se va a poner bien –me decía a mi misma más que a ella, mientras la señora se dejaba llevar como un pajarillo agonizante.
La metí en la ducha, y estúpidamente giré la llave del agua. Hacía décadas que ya no había agua corriente en el país, y menos allí, en un pequeño pueblo de pescadores. Dejé a la señora sentada en el suelo de la ducha, casi incapaz de mantenerse erguida apoyándose en la pared, mientras me acercaba al enorme bidón de plástico azul donde almacenábamos el agua y, tomando un pequeño barreño del suelo lo llené y empecé a dejársela caer delicadamente sobre la cabeza y el cuerpo, en un intento que intuía inútil por hacerle descender la fiebre algún grado.
La pobre mujer emitía débiles quejidos, pero era incapaz de articular palabra alguna o realizar el menor movimiento, dejándose hacer, quizá consciente de que su vida ya no se hallaba en sus manos.
No sabría decir cuanto tiempo estuvimos así. Ella derrumbada en el suelo de la ducha, y yo tratando de refrescarla desesperadamente bajo la tenue luz de un quinqué, colgado de una también inútil lámpara de pared; pues hacía mucho que allí tampoco llegaba la luz eléctrica. Finalmente, viendo que no conseguía nada con aquel patético barreño de agua tibia decidí llevarla, poniéndole tan sólo una bata encima, al hospital de Malabo, a un par de horas de distancia por una infame carretera.
La cargué como pude en el asiento trasero del Defender blanco con la pegatina azul de UNICEF y apreté el acelerador, sabedora de que cada minuto que perdiera en la carretera podía ser vital para la supervivencia de la pobre mujer que agonizaba en el asiento de atrás. Tomé la carretera que parte desde Luba bordeando la costa oeste de la isla, mientras el sol se hundía en las aguas del Golfo de Guinea y a lo lejos se comenzaba a intuir el resplandor de las innumerables plataformas petrolíferas que habían brotado del mar en los últimos años, como sucias velas de un cumpleaños que nadie puede celebrar.
La carretera era extremadamente solitaria, y las luces del vehículo se hacían cada vez más imprescindibles para seguir la sinuosa carretera o esquivar algún animal que hubiera decidido dormitar en medio de la misma. Los neumáticos del todoterreno chirriaban en las curvas asfaltadas, y en las que no, derrapaba peligrosamente, estando a punto un par de veces de salirme de la carretera. Y la anciana hacía rato que había dejado de lamentarse, lo que no sabía si era una buena señal.
De pronto, vi la luz de una linterna a un lado de la carretera apuntándome directamente, y los faros del auto descubrieron un tronco cruzado en mitad de la calzada. Rápidamente intuí que era un asalto, un control militar, o ambas cosas al mismo tiempo, que suele ser lo habitual.
Frené el vehículo junto a la luz que no dejaba de deslumbrarme, consciente que ni con el todo terreno habría sido capaz de salvar el obstáculo del tronco.
- ¡Déjenme pasar! –grité desde la ventanilla- ¡Llevo a una señora muy enferma!
La persona que manejaba la linterna no contestó, se limitó a enfocar al interior del vehículo, donde doña Margarita temblaba encogida en el asiento.
- Documentación –dijo una voz autoritaria sin identificarse, pero que intuí como la de un militar o un policía.
- ¡Por favor! –insistí- ¡No hay tiempo para eso!¿No ve que la señora se está muriendo?
- Documentación –repitió la voz, esta vez en un tono más apremiante.
- ¡Joder! ¡Me cago en la puta! ¡Aquí tiene mi jodida documentación! –y al realizar el gesto maquinal de ir a abrir la mochila que siempre dejaba en el asiento de al lado, descubrí con un vuelco al corazón que ésta aún debía estar junto a la entrada de la casa, donde la había dejado al llegar.
Miré hacia la luz, y consciente de la vida que estaba en mis manos decidí rebajar mi tono y tratar de salir de allí lo antes posible.
- Discúlpeme, al salir corriendo para ir al hospital he debido dejarme el pasaporte y los permisos en casa. No los tengo aquí.
- Bájese del vehículo –fue la áspera respuesta que obtuve.
- Vamos a ver... –murmuré, sin abrir aún la puerta del coche, tratando de solucionar aquella situación como fuera- Sé que debería llevar toda la documentación conmigo, y les pido disculpas por mi error, pero he de llegar al hospital de Malabo urgentemente, si no, esta señora morirá. Si quiere puedo dejarle mi reloj en garantía de que luego regresaré y le traeré todo lo que me pida; es un buen reloj de más de cien euros –dije al tiempo que me lo quitaba de la muñeca y se lo alargaba a través de la ventanilla.
Una mano me lo arrancó bruscamente de entre los dedos y lo enfocó con la linterna, revelando el extremo de una manga de color verde militar. Y de nuevo, la luz me volvió a enfocar directamente a los ojos.
- ¿Española? –preguntó la voz, casi como si fuera un insulto.
- Sí, española. Trabajo para la UNICEF realizando un estudio de campo sobre...
- Ya... –me interrumpió- española... ¿Y a dónde ha dicho que se dirige?
- ¡Al hospital de Malabo! ¡Ya se lo he dicho antes! –repuse sin poder contener la impaciencia.
El hombre de la linterna enfocó otra vez al asiento de atrás, luego al maletero, a las siglas del costado del jeep, y de nuevo a mis ojos.
- Está bien –dijo con un tono en el que intuí un deje de burla- Bájese del vehículo.
- Pero... –repliqué confusa- el reloj...
- Lo guardaremos como prueba –contestó sin disimular una risotada- Ahora baje del auto o la bajaré yo mismo.
- ¿Pero de que me acusa? ¿Por qué? ¿No ve que la señora necesita ayuda urgente?
En ese momento la puerta del vehículo se abrió violentamente, y un par de fuertes manos me arrancaron de mi asiento agarrándome del brazo y el pelo, lanzándome al suelo sin ningún miramiento.
Me golpeé con la puerta, y notaba como un hilillo de sangre caliente brotaba de mi frente mientras, tirada en el pavimento, no podía creer lo que estaba pasando.
- ¡Escúchenme! –alegué desesperada- ¡No saben ustedes lo que están haciendo! ¡Soy una representante de la UNICEF y ciudadana española! ¡Si me lastiman o me retienen ilegalmente, sus superiores les cortarán los huevos! ¡Entienden lo que les digo!
No sé si lo entendieron, pero la respuesta llegó en forma de carcajadas por parte de varios hombres que no se hallaban a la vista, e inesperadamente, surgida de la nada, una bota militar apareció desde las sombras golpeándome brutalmente en un costado de la cabeza. Y perdí el conocimiento.

1 comentario:

  1. Hola Fernando. Estoy interesado en leer tus libros. ¿Hay alguna posibilidad de comprarlos en formato digital? Gracias y saludos.

    Jose

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