lunes, 6 de abril de 2009

La hermosa historia de Luz Elia Miranda Clementina (Inédita)

Lo que va a leer a continuación, es el prólogo y los primeros dos capítulos de mi último libro. Una obra inédita aún no publicada de la que estoy muy orgulloso, y que seguramente es lo mejor que escrito hasta ahora y quizá lo mejor que vaya a escribir jamás. Aunque aún no se pueda encontrar en las librerías, he decidio publicarlo en el blog para que al menos una parte pueda ser leída por los que accedan a esta página.
Un fuerte abrazo y espero disfrute de la lectura

LA HERMOSA HISTORIA DE LUZ ELIA MIRANDA CLEMENTINA

Prólogo

Hay algunas historias, tan hermosas, que no pueden dejar de ser contadas.

Esta que tiene en sus manos, me la explicó una amiga colombiana mientras tomábamos tinto con almojábanas en un café de Cali, y narra los increíbles acontecimientos que hace unos años le sucedieron a una niña llamada Luz.
Recuerdo que lloré emocionado en aquel café mientras escuchaba el relato en boca de mi amiga. Pero no lágrimas de tristeza, si no de esa felicidad mágica, milagrosa, que tan pocas veces se deja ver y que cuando nos pasa si quiera rozando con la punta de sus alas nos encoge al alma y deseamos revivirla una y otra vez, intuyendo que solo así tiene sentido todo lo demás. Y fue precisamente, la necesidad de recrear aquel breve y perfecto momento de felicidad, lo que me llevó a escribir este libro.
Honestamente, no me puedo considerar el autor aunque mi nombre aparezca en la portada, pues es la protagonista quien con su vida ha hecho posible cada línea en esta obra. Yo me he limitado a narrarla con mis propias palabras, y de la única manera que concebía hacerlo, como un cuento para leer con los ojos cerrados y el corazón en la mano.
Así, mi única pretensión ha sido ser todo lo fiel posible a los acontecimientos, y tratar que esta historia resulte tan conmovedora e inolvidable para usted, como lo ha sido para mí. Tomar aquel instante de felicidad y sembrarlo en cada página de este libro con la esperanza de que florezca ante sus ojos.
Ojalá lo haya conseguido.




CAPITULO 1

De puntillas sobre un balde rojo, Luz Elia Miranda Clementina agarrada con ambas manitas al borde de la pila, apenas alcanzaba a ver algo levantando la nariz. Su madre, Segunda Clementina Cuero, frotaba cada pieza de ropa con la pastilla de jabón, luego la restregaba contra la ondulada superficie adelante y atrás, tensando los músculos del antebrazo, y finalmente la hundía en el agua espumosa para sacarla ágilmente con un gesto mil veces repetido y sacudirla enérgicamente frente a la cara de Luz, que reía estrepitosamente al verse salpicada por el agua tibia y los copos de espuma blanca que pintaban en la piel negra de su rostro efímeras constelaciones.
Para Luz aquella era la hora mágica de la semana, en la que acompañaba a su madre a lavar la ropa a casa de la señora Telma Buenaventura, la única con pila para lavar y un depósito con agua en el pequeño pueblo de Tumaco. Esperaba cada jueves con impaciencia, de pié en el quicio de la modesta cabaña sobre palafitos que compartía con su mamá, el instante en que ella rodeaba el balde rojo con el brazo, con las contadas vestimentas de ambas en su interior, y se dirigía a lavarla en el patio de la vecina. Luz anhelaba ese momento desde el día anterior y, en secreto, se estiraba antes de salir tratando de ganar unos centímetros de altura que le permitieran meter las manos en el agua enjabonada y compartir aquella felicidad nacida de olor a limpio, agua y risas.
- Mami ¿te ayudo ya? –preguntaba en cada ocasión, levantando la vista.
- El próximo día, mi amor –contestaba la madre, pasándole la mano por el pelo ensortijado de pequeñas coletitas rematadas con cuentas de vivos colores-. El próximo día.
Empapada y feliz, Luz regresaba cada jueves precediendo a su madre dando saltitos y canturreando canciones que había escuchado en la radio a pilas que don Ramón Nariño asomaba cada mañana a su ventana, regalándole a Tumaco cumbias y vallenatos que, como un brebaje prodigioso, amnesiaba a todos sus habitantes de la olvidada pobreza de aquel villorrio costero del Pacífico colombiano.
Pero Luz era ajena a las penurias que la rodeaban, para ella Tumaco era un paraíso de playas doradas sombreadas de cocoteros donde pasaba el día jugando con otros quince o veinte niños a concursos con reglas inventadas sobre la marcha y competiciones imposibles, en las que la mayoría de las veces no sabía si debía perseguir, o evitar que la persiguieran. Jugaban a meter palitos en los agujeros donde se guarecían los cangrejos tratando de que, molestos, los engancharan con sus pinzas, o simplemente, corriendo como posesos por la playa espantando la marea de pequeños crustáceos rojos que invadían la arena y huían de la jovial acometida como una ola en retirada.
No tenía importancia para Luz que sólo comieran carne una vez al mes, o que no descubriera la televisión hasta un día en que unos señores altos y rubios con camisa blanca y extraño acento reunieron a todo el pueblo delante de una caja y, como por ensalmo, ésta se iluminó, y en su interior unos personajes tan blancos como los recién llegados pero mucho peor vestidos, construyeron una barca enorme para muchos animales que no había visto nunca, y luego anduvieron perdidos durante muchos, muchos años, por una playa sin agua, ni palmeras, ni cangrejos. No recordaba muy bien aquella historia, y nadie más de Tumaco debió hacerlo, pues aquellos señores rubios acabaron enfadándose con la gente por reírse en momentos que les decían no podían hacerlo, y al poco se marcharon llevándose con ellos su caja. Aquel acontecimiento sólo sirvió para que, con el tiempo, los niños interpretaran valiéndose de aquellos adustos personajes de tupidas barbas, unos disparatados cuentos que hacían persignarse a más de una vecina de la aldea.
A Luz tampoco le molestaban demasiado las lluvias que se colaban por la techumbre de palma de la cabaña donde vivía, o que tuviera solo una quejumbrosa cama en la que se abrazaba a su madre todas las noches ignorando el calor y los mosquitos. Ni siquiera la ocasión en que, ardiendo de fiebre y con el estómago hinchado un curandero murmuró en voz baja que tenía que tomar la infusión de cierta corteza o de lo contrario moriría, lamentó estar donde estaba y con quien estaba. En Tumaco, con su madre, era feliz.


Entonces, en uno de tantos días de correrías, uno de los niños descubrió en la arena hinchado como un pez globo, un cadáver. Y aquel muerto sin pantalones y un tiro en la cara, era el preludio que iba a cambiar la vida de Tumaco, de su madre y, por supuesto, la de Luz. Para siempre.

- Diría que está muerto –concluyó circunspecto don Ignacio Matusalén, un hombre tan viejo como su apellido enunciaba y que decía haber sido maestro de escuela en un impreciso pasado.
Un corrillo de vecinos de Tumaco rodeaba el difunto manteniendo las distancias y asintiendo gravemente a las meditadas deducciones del maestro.
- Y parece que lo han matado… –murmuró con voz inquieta, dando un paso más para observar de cerca el enorme boquete que el finado exhibía en medio de la frente.
- Lo que está claro, es que no es de por aquí –apuntó alguien con cierta guasa, subrayando que aquel muerto era de color blanco violáceo, mientras que en el pueblo no había nadie que bajara del café con leche.
- A lo mejor se ha suicidado –dijo otro.
- Difícil lo veo –alegó don Ignacio meneando la cabeza.
- ¿Y qué hacemos con él? –preguntó una señora, haciéndose eco de lo que todos tenían en mente.
- Deberíamos llamar a las autoridades –musitó poco convencido el viejo.
- ¿Qué autoridades? –inquirió la señora
- No se… a las autoridades
Y ahí quedó todo. Al no existir en Tumaco ningún poder del estado no se tomó ninguna decisión, el muerto quedó a merced de los cangrejos durante varios días, y una noche de tormenta en que el mar se embraveció, lo arrastró de vuelta tal como lo había traído al comprobar que nadie lo reclamaba.
De lo que nadie en Tumaco parecía haberse apercibido, es que el muerto sin pantalones y agujero en la cabeza, llevaba anudado al cuello un sucio pañuelo rojo.


Pasaron los días y la modorra ecuatorial volvió a adueñarse de Tumaco. Nadie se acordaba ya del misterioso cadáver, y si acaso quedó su recuerdo encarnado en un nuevo personaje de las invenciones infantiles, que de modo sorprendente acabó incorporado a los reescritos periplos de Noé y Moisés.
Luz tan sólo había visto el cadáver de lejos, incapaz de acercarse a aquel hombre del que le salían gusanos de las vacías cuencas de los ojos. Aún así, el día en que vio desfilar por el pueblo a una docena de hombres armados, con pañuelos rojos atados al brazo izquierdo y gesto inquisitivo, supo que eran amigos o enemigos del muerto, y que quizá lo andaban buscando.
El que andaba en cabeza de todos ellos se detuvo en lo más parecido que había a la plaza de Tumaco, y con voz autoritaria conminó a todo el mundo que lo oyera a reunirse a su alrededor.
Obviamente, nadie acudió.
Entonces, tomándoselo como una rutina ya repetida en otras ocasiones, se limitó a hacer un par de gestos a izquierda y derecha a sus hombres y estos se dispersaron como cucarachas entre las casas de palafitos de mangle y palma.
A empujones y culatazos sacaron a todo el mundo de sus hogares y acabaron reuniendo a Tumaco en pleno, incluidos niños y ancianos, alrededor de aquel hombre con boina roja y cara de sapo que se comportaba como el dueño del mundo.
- Bien –dijo alzando la voz-, ahora que están todos, me presentaré. Soy el comandante Hugo Almeida de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y hemos venido a salvarles.
Si el ceñudo comandante esperaba algún tipo de algarabía o si quiera un murmullo de aprobación, debió sentirse bastante decepcionado. Pero ignorando el griterío de una pareja de cotorras y una animosa cumbia que desde la radio a pilas de don Ramón se empecinaba en despojar de solemnidad al discurso, emprendió una perorata con reclamos de libertad, justicia, y contra un gobierno corrupto que, a la gente de Tumaco, les era tan próximo como el monte Olimpo y sus dioses arrendatarios. Aun así, todos escucharon con forzado y ajeno silencio hasta que, finalmente, el comandante dijo lo que en realidad había venido a decir.
- Pueblo de Tumaco –exhortó, alzando aún más la voz-. Hoy es el día en que por fin podrán luchar por su libertad y su patria. Hoy es el día en que se podrán unir a la revolución. ¡Colombianos, a las armas! –gritó exaltado, alzando el brazo en el que portaba la ametralladora.
Los asistentes, a pesar de la arenga, no acababan de entender sobre que hablaba aquel buen hombre y lo contemplaban con los ojos muy abiertos en atónita cautela. Alguno, incluso, acababa de recordar que era colombiano, aunque de todo lo demás no alcanzara una palabra. El resto de tumaqueños murmuraban entre sí, preguntándose qué diantres estaba predicando aquel señor con boina.
El comandante Hugo Almeida miró en derredor con una cólera mal contenida ascendiéndole por la tráquea.
- ¡Hideputas estos! ¿Es que no entienden o qué? –escupió al fin- ¡Nosotros matándonos por todos ustedes, y aquí no hacen otra cosa que güevonear! ¡Pues eso se acabó!
Se volvió hacia un indio pequeño y nervudo al que la ropa de camuflaje le quedaba tres tallas grandes.
- ¡Morales! –rugió- Ahora mismo me recluta a diez voluntarios, y al que se resista se lo baja ¿me oyó?
El aludido respondió con un torpe saludo militar con el “sí señor” en la boca, empezó a dar órdenes al resto de la tropa y, mezclándose con la gente, que paralizada por la sorpresa y la incomprensión no llegaron ni a moverse del sitio, en un santiamén sacaron a empellones a diez jóvenes de entre trece y veinte años de la multitud y los rodearon apuntándoles con las armas.
Las madres y los padres de aquellos muchachos se dieron cuenta entonces de que algo no iba bien, y trataron de acercarse a sus hijos reclamando cada vez más nerviosos por el cariz que iba tomando el asunto.
El comandante, que ya había bajado su arma, apuntó entonces con ella al gentío y advirtió que mataría al que se acercara un paso más.
Luz, escondida detrás de las piernas de su madre, observaba todo sin entender nada. Tan sólo cuando vio que la partida de guerrilleros se adentraba en la selva, empujando a aquellos muchachos que hasta ese momento habían sido sus vecinos a golpe de cañón y con las manos en la nuca, intuyó que aquello no era bueno y que, si las mamás lloraban como si les hubieran robado el alma mientras sus maridos se esforzaban vanamente por consolarlas, es que definitivamente, algo no iba como debía.
- Mami –preguntó con su voz aguda, tirándole del vestido- ¿Qué pasa?
Pero no recibió respuesta. En cambio, la tomó en brazos en silencio, le dio un largo beso en la frente y se encaminó despacio hacia la casa. Luz pudo ver cómo dos ríos de lágrimas le resbalaban a su madre por las mejillas.


Esa misma tarde, Ignacio Matusalén llamó a su puerta.
Luz jugaba en el suelo de madera con una suerte de muñeca que se había fabricado ella misma, a base de ramas que había traído la marea y pelo hecho con fibras de coco.
El señor Matusalén se sentó circunspecto a hablar con su madre en voz baja, y Luz no prestó más atención que la habitual en estos casos hasta que oyó su nombre en boca del anciano y, al mirar hacia arriba, advirtió una sombra de preocupación nublando el dulce rostro de su mamá.
- Es muy peligroso quedarse aquí, Segunda –remarcaba el hombre-. Si han venido una vez, vendrán más. Y luego el ejército, y dirán que somos todos guerrilleros… créame, esto ya lo he vivido.
- Pero ¿a dónde podemos ir? No tenemos nada.
- Eso sí que no sé decírselo, querida. ¿No hay algún familiar que las pueda recibir?
- No… es decir, sí. Mi hermana vive en Barranquilla, pero es una devota de la virgen de puño… ya sabe. No querría hacerse cargo de nosotras, aunque seamos sangre de su sangre.
Ignacio Matusalén miró al suelo, donde Luz permanecía sentada sin quitarle ojo a su madre.
- ¿Y… a ella sola? –murmuró, sugiriendo algo que no se atrevía a sugerir- ¿Acogería su hermana a la pequeña Luz?



CAPÍTULO 2

- Feliz cumpleaños mi princesa.
- ¡Oh, Mami! ¡Gracias! –exclamó exultante mientras alargaba las manitas hacia el vestido amarillo de volantes, con pequeñas flores rosadas y azules bordadas a mano- ¡Es tan bonito!
- De nada mi amor… Póntelo, a ver cómo te queda.
Sin que se lo tuvieran que repetir dos veces, se deshizo rápidamente de la raída camiseta que llevaba y se dejó caer por la cabeza el pequeño vestido de tirantes que le alcanzaba hasta las rodillas.
- Qué linda estás…
- ¿De verdad, mami?
Segunda la observaba con orgullo de los pies descalzos a la cabeza coronada de trencitas.
- Eres la niña más hermosa de todo el Pacífico
Con la sonrisa de oreja a oreja y las manos en la cintura, giró sobre sí misma para hacer bailar al vestido y tras un par de vueltas abrazó a su madre sin dejar de reírse. Entonces se le ocurrió algo y dio un paso atrás.
- Mami ¿puedo ir donde la seño Gertrudis a verme en su espejo?
- Claro, mi niña. Anda, corre y que vea lo preciosa que estás.


La señora Gertrudis era una anciana viuda de ojos tristes y fantasmas en el recuerdo que adoraba a los niños, y en especial a Luz, a la que veía como a la nieta que sabía tenía pero nunca volvería a ver.
- ¡Seño Gertrudis! ¡Seño Gertrudis!
La reclamada asomó a su puerta y abrió los brazos de par en par, sonriendo con la mirada al descubrir frente a su casa una niña dando saltos de impaciencia con un vestido amarillo.
- ¿Pero quién es esta niña tan bella? –preguntó entrecerrando los párpados y tratando de agacharse
- ¡Soy yo! ¡Luz!
- ¡Dios mío, Luz. Que vestido tan bonito!
- ¿Me puedo ver en su espejo, seño Gertrudis? –preguntó la niña con incontenible ansiedad
- Claro hija, claro. Pasa –y se hizo a un lado cuando la pequeña ya se había colado como una lagartija camino del enorme espejo de cuerpo entero de su armario, famoso en todo Tumaco y muy solicitado en bodas, bautizos y funerales.
Cuando la señora llegó a su habitación, allí estaba Luz mirándose y remirándose. De frente, de espaldas, de lado, de medio lado.
- ¿Y quién te ha regalado ese vestidito?
- Mi mami –repuso ufana, sin dejar de contemplarse-. Hoy es mi cumpleaños.
- ¡No me digas! ¿Y cuántos años cumples?
- Siete –replicó levantando ambas manos escondiendo dos deditos.
- Huy, ya eres una mujercita
- ¿Le gusta? –preguntó, hipnotizada por su reflejo- Tiene florecitas ¿ve? –y se señaló a sí misma.
La anciana asintió benévola.
- Sin duda alguna… es el vestido más hermoso que he visto en toda mi vida.
- ¿A que sí? –respondió volteándose hacia la señora, y sin darle tiempo a contestar, echó a correr de nuevo hacia su casa dejando un “gracias seño Gertrudis” difuminándose en el aire tras una estela amarilla.
Recorrió los pocos metros que separaban ambas casas casi sin aliento, pensando sólo en darle de nuevo las gracias a su mamá por el regalo más hermoso del mundo.
La sorpresa la tuvo cuando, cruzando la puerta, la encontró sentada en la única silla de la pequeña casa, con los codos en las rodillas y el rostro hundido entre las manos.
- ¿Mami? ¿Estás bien?
Y al levantar ésta la cabeza, las lágrimas encharcadas en sus pupilas reflejaron la límpida luz de la mañana que entraba por la puerta.
- Sí, mi amor. Estoy bien...
- ¿Por qué lloras?
No contestó. Tan sólo se secó los ojos con el dorso de la mano, y tomando a su hija se la puso en las rodillas.
- Luz –dijo con voz suave, acariciándole la cabeza- ¿Recuerdas que te he hablado alguna vez de mi hermana María, la que vive en Barranquilla?
- ¿Tía María?
- Esa misma. ¿no te gustaría ir de vacaciones a su casa un tiempito?
- ¿Vacaciones? –preguntó la pequeña, sin acabar de entender demasiado el concepto.
- Sí, nos iremos de viaje. Pasado mañana.
- ¿Pasado mañana? Pero…
- Iremos en bus –apuntó alzando las cejas.
- ¡En bus! –exclamó emocionada. Nunca había subido en autobús, aunque alguna vez los había visto pasar repletos de personas que iban de aquí a allá, fantaseando de lejos con que alguna vez ella también subiría en uno-. ¡Oh, mami! –y se lanzó en sus brazos incapaz de contener ella sola tanto gozo en su pecho.
Esta vez no vio como las lágrimas se derramaban de nuevo por la oscura y tersa piel del rostro de su madre.


Dos días más tarde, tal y como le había anunciado su madre, guardaron sus pocas pertenencias en una bolsa de arpillera y subieron a un atestado autobús camino a San Juan de Pasto. El entusiasmo inicial de Luz había dejado paso a una tibia decepción, al descubrir que el interior de aquel vehículo estaba lejos de la difusa perspectiva que se había creado, y que engalanarse con su pantaloncito y su blusa verde con encajes había sido un gesto tan exagerado como inadvertido.
Ambas iban de pie, estrujadas entre hombres y mujeres cargados con bultos, gallinas y bebés. El saco con sus ropas iba en el techo, supuestamente a cubierto de la lluvia que azotaba las ventanillas, mientras Luz apretaba contra su pecho una gastada maletita roja que meses atrás encontró olvidada a la orilla de un camino y en la que guardaba sus más queridas pertenencias: un caballito de plástico de larga cabellera azul, un cuaderno usado en el que resistían pequeños espacios sin garabatear y, por supuesto, su vestido amarillo.
Tardaron más de nueve horas en recorrer los escasos trescientos kilómetros de caminos infames hasta alcanzar el asfalto, e iniciar el pronunciado ascenso que las llevaba a la fría y plomiza ciudad de Pasto.
Llegaron ya entrada la noche, y un frío tenaz circulaba libremente entre las ventanillas que no se podían cerrar o que simplemente carecían de cristales. La terminal donde las dejó el autobús a las afueras de la ciudad era intrincada y oscura. Por primera vez Luz llegaba a un lugar como aquel, y no le gustó.
Trataron de hacerse con un boleto para esa misma noche que las llevara a Medellín, con la intención de ahorrarse así la noche en la terminal de autobuses. Pero una taquillera hosca que arrastraba las palabras y había decidido eliminar la letra erre de su vocabulario, estudió a madre e hija por un momento y les informó que ea peligoso viaja de noche, y el póximo autobús pa Medellín no salía hasta las seis y cuato del día siguiente. No les quedó otra que arrebujarse en una esquina poniéndose encima todo lo que llevaban en la bolsa, y esperar a que el sereno de la sierra fuera piadoso con ellas.


A eso de las siete de la mañana, Luz descubrió que era pobre.
Sentada ya en las faldas de su madre, en el autobús que esa escarchada mañana debía conducirlas a Medellín, no podía dejar de mirar las mustias aunque sólidas casas de ladrillo y verja que almenaban la carretera, o los relucientes automóviles con los que se cruzaban y que poco tenían que ver con las humeantes chatarras que alguna vez se dejaban caer por Tumaco. Incluso en la misma terminal, se hizo patente que no era lo mismo un Autobús Ejecutivo Pullman de enormes ventanales y asientos acolchados, que aquella renqueante chiva que hedía a caldo de pollo y humanidad en salsa.
De cualquier modo, para Luz no dejaba de ser una aventura de las de nariz pegada a ventanilla, y vino a su memoria una frase que una vez le había leído Ignacio Matusalén de un libro que cuidaba como a su dentadura y que hablaba de un tiempo en que el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y, para mencionarlas, había que señalarlas con el dedo. Del mismo modo, cada pocos instantes Luz clavaba su pequeño dedo moreno en el rayado cristal llena de asombro y maravilla.
-¡Mami, mira! –gritaba entonces, zarandeando a la pobre Segunda que había pasado la noche en vela con un ojo abierto -¿Qué es eso?
La aludida, somnolienta, apenas giraba la cabeza, y las veces que ella tampoco sabía, que no eran pocas, se inventaba una palabra y rebautizaba sin empacho un sidecar como motocoja, o una avioneta fumigadora como llueveavión. Y antes de llegar a Popayán, ya dormía tan profundamente que ni se enteró del momento en que se detuvieron en Cali o cuando hubo que cambiar rueda a la altura de Cartago. Luz, sin embargo, permaneció las quince horas de viaje descubriendo un nuevo mundo de hombres y mujeres de tez clara, pesadas nubes ensartadas por ásperas montañas erizadas de bosques, o ciudades interminables hormigueadas de carros, buses y una miseria que desconocía triste y desengañada, reflejada en las pupilas de los niños que con su misma edad, subían a la chiva vendiendo chicles y maníes con el alma a trocitos en bolsitas de a peso.
Y allí, en Medellín, tuvieron que pasar de nuevo la noche en una sucia esquina de la terminal, para el día siguiente tomar el último bus del agotador peregrinaje que debía llevarlas a Barranquilla.

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